La propuesta de ley de acceso a la información promocionada por el gobierno no ha llegado a nuestras manos, pero sí un documento distribuido por el ministro del ramo con el sello de “borrador” impreso en grandes letras. No parece haber un proyecto de ley definitivo.
El borrador confirma temores ya expresados: crea nuevas excepciones, carece de sanciones significativas, abre puertas a interpretaciones antojadizas sobre la publicidad de determinadas informaciones y podría condenar al solicitante a emprender largos litigios, repletos de formalidades, para conseguir un resultado.
El proyecto de ley, si llega a parecerse al borrador, empeorará en mucho la situación existente. Hay un rico acervo de jurisprudencia dictada por la Sala Constitucional para definir la información de carácter público. Es prácticamente toda, salvo el restringidísimo ámbito del secreto de Estado y la información personal que los ciudadanos proporcionan a las instituciones públicas.
Cuando los funcionarios se niegan a suministrar los datos, los ciudadanos tenemos a disposición la vía del amparo, desprovista de formalidades, donde casi siempre salimos triunfantes. Si la orden de los magistrados no se cumple, el responsable se arriesga a una sanción hasta de tres años de cárcel por desobediencia. El sistema sería perfecto si las resoluciones de la Sala IV no se hicieran esperar entre tres y seis meses y el Ministerio Público ejerciera con vigor la persecución de la desobediencia.
En cambio, el borrador establece nuevas excepciones a la publicidad, como las “políticas económicas del Estado antes de su emisión”. Jamás la Sala Constitucional admitió un secreto de esa naturaleza. Otras excepciones crean espacios para la interpretación arbitraria. Es difícil saber qué debemos entender por “prevención, investigación y persecución de delitos”. ¿Incluye la tasa de homicidios? Probablemente no, pero si los funcionarios interesados en mantenerla secreta alegaran lo contrario, el ciudadano deberá dirigirse a la Sala IV. ¿Para qué, entonces, la ley?
Pues para crear el riesgo de rechazo del recurso por tratarse de un asunto de legalidad. Entonces, la discusión se trasladaría a la vía contenciosa, imposible de navegar sin asesoría de un abogado, repleta de formalidades y acostumbrada a resolver en años. Si la administración pierde, pondrá cara de ingenua y alegará que su interpretación parecía plausible. En el peor de los casos, el funcionario recibirá una amonestación, si para entonces todavía trabaja en el Estado.