El viernes circuló en Washington el rumor de que el procurador especial Robert Mueller, encargado de investigar el posible involucramiento ruso en las últimas elecciones presidenciales, emitiría el lunes su primera acusación.
Temprano, el lunes se despejó la incógnita al darse a conocer que Mueller había citado a Paul Manafort, expresidente de la campaña de Donald Trump, para presentarse ese mismo día en su despacho. Con posterioridad a su indagatoria, fue confinado a su lujoso domicilio bajo la vigilancia permanente del FBI. Además, hizo entrega de su pasaporte. Igual suerte corrió su socio menor, Richard Gates.
Salió a luz el lunes que Manafort, radicado hasta hacía poco en Ucrania, había efectuado remesas multimillonarias a cuentas en bancos caribeños para luego transferir fondos a Ucrania en menor medida y el grueso a Estados Unidos. Estos movimientos financieros constituían lo que se tipifica en las leyes norteamericanas como “lavado de dinero”.
No menos determinante para dicha calificación resultó el destino posterior de los dineros que salieron de Ucrania. Centenares de millones de dólares fueron en buena parte destinados a la compra de cinco lujosas mansiones, dos en Washington, dos en Nueva York y otra en Londres. En la misma vena anduvo la adquisición de vestuario personal de Manafort en las tiendas más caras de la Quinta Avenida de Manhattan y que ascendieron a varios millones de dólares.
Pero esta figura aparentemente central de la campaña presidencial de Trump nunca se tomó la molestia de cumplir con el requisito de registrarse en Estados Unidos como agente o representante de una nación o gobierno extranjero, ni muchísimo menos que servía de recolector y, al mismo tiempo, distribuidor de informes para el Kremlin. Sobre esta polifacética actividad, mutis del imputado.
Lo que vino a cambiar el cuadro fue la confesión ante autoridades en Washington de un personaje que se había introducido en la campaña de Trump como un interno que dominaba el idioma ruso. En esa capacidad concertó una reunión de una supuesta abogada, que se decía pariente de Putin, con los asesores más cercanos de Trump, incluyendo a su hijo mayor y su yerno e, inclusive, Manafort, y le confesó al FBI sus melindres y aceptó grabar sus conversaciones con la gente de Trump.
Lo que sigue será prolongado y enmarañado, pero prometemos desmenuzar los avances de manera inteligible.