¿Qué podría decir alguien como yo sobre la longevidad matrimonial? Prácticamente nada. Nada –quiero decir– que no emane de reflexiones ajenas y lecturas propias sobre cómo hacen otros para preservar una larga vida conjunta razonablemente feliz.
Un donoso y provocativo artículo de Ami Gamerman en el Wall Street Journal (no solo de economía vive el hombre) revela una nueva tendencia en las sociedades más afluentes y parejas que alcanzan cierta madurez. Ya los hijos se fueron (vínculo que antes los unía), mermaron los gastos y no saben qué hacer con el ahorro. Aún gozan de buena salud (no han alcanzado la edad de los metales: plata en la sien, oro en los dientes y plomo al sur del ombligo) y, entonces, se preguntan qué hacer para sobrellevar los años que aún les quedan por vivir.
Ami da una respuesta que parece simple (no es sicóloga; deambula en bienes raíces), pero algo aporta a un tema demasiado complejo para abordar en pocas líneas. No transmite una visión científica sino una observación empírica: el secreto está en tener cuartos separados. Es lo que muchas parejas maduritas y aún jóvenes demandan de los agentes al comprar o cambiar sus residencias. Se está reinventando el matrimonio.
No se trata de habilitar otro cuarto ni mandar al roco a dormir en la sala o la bañera, sino tener, y usar, dos dormitorios principales ( two master swites ) equipados con todo confort, baños separados (la edad y ley de la gravedad provocan menos espiar aquel cuerpazo otrora voluptuoso) y, cuando el vuelo de la pasión cede a la paz nocturnal (la paz de la paloma), son otros sentimientos y necesidades los que pueblan la habitación sin cortar aquellos lazos indelebles de afecto, compañerismo, respeto y solidaridad.
¿Ya te vas a acostar?, pregunta ella con dulzura. Sabe que él se quedó dormido en su sillón preferido, junto a la chimenea, y al gatear hasta su lecho roncará a pierna suelta sin evitar, por innecesario, ráfagas inoportunas y otros manías que desarrollan los humanos con los años. Ella podrá leer o ver su programa preferido sin renunciar al control del televisor, cobijarse hasta las orejas (si es que le provoca tras superar el calor del climaterio) y dormir sin interrupción hasta que el sol o su biología la llamen al cafecito cliente que con amor le preparó su pareja. ¿Podrán entenderlo sus hijos recién casados? Lo dudo. Pero lo harán, quizás, al superar la etapa del calentamiento global.