Es inevitable. Pasado mañana, Daniel Ortega será elegido por tercera vez consecutiva presidente de Nicaragua. Ganará abrumadoramente, sin real oposición, sin haber hecho campaña y con Rosario Murillo, esposa y suprema hechicera pública, como su vice. Nada ha sido dejado al azar. La maquinaria dictatorial, adueñada del Estado, ha trabajado con precisión y eficacia para culminar un proceso iniciado hace años: la conversión de una sociedad golpeada por la historia en un feudo familiar levantado desde la manipulación y el cinismo.
Se ha cerrado el círculo del poder. En su seno solo caben los dóciles, y sus puertas solo se abren, temporalmente, para los cómplices y oportunistas. También se ha cerrado el círculo de una involución política que, tras pasar por las rupturas, la guerra, las víctimas, las esperanzas, las traiciones y las frustraciones, regresa a su punto de origen: el somocismo.
Esa empedrada ruta histórica ha tenido, en su etapa posrevolucionaria, un claro hilo conductor: la destrucción sistemática de la precaria institucionalidad democrática construida por Violeta Barrios de Chamorro durante su presidencia liberadora, entre 1990 y 1997, y que Enrique Bolaños no logró salvar con la suya (2002-2007). Entre ambos se enquistó Arnoldo Alemán, dotado de una rapacidad infinita para asaltar las arcas públicas y pactar sobre bienes, cargos y leyes.
Ortega sucedió a Bolaños en el 2007. A partir de entonces se activó una funesta conjunción de factores: sus componendas con Alemán para repartirse el control de las instituciones, el desmantelamiento creciente de la oposición, la cooptación del gran capital y un sector de la jerarquía eclesiástica, el enriquecimiento voraz, el clientelismo, la inserción en la órbita del chavismo y el cerco de la sociedad civil y los medios de comunicación independientes.
Hasta ahora, el proceso ha avanzado más por las trampas, las compras y el control que por la abierta represión. Pero pronto podría cambiar: perdida la legitimación electoral, con el espejismo del “gran canal” desvanecido, los petrodólares venezolanos en retirada, antiguos aliados marginados y múltiples organizaciones sociales recargadas, el comandante y su sacerdotisa podrían sentirse amenazados y recurrir al látigo. Así lo hicieron Anastasio Somoza 1 y 2. Así podría hacerlo Ortega, su más aventajado discípulo.
(*) Eduardo Ulibarri es periodista, profesor universitario y diplomático. Consultor en análisis sociopolítico y estrategias de comunicación. Exembajador de Costa Rica ante las Naciones Unidas (2010-2014).