En la lejana época de mis estudios universitarios, durante unas vacaciones visité en España las ruinas de una antigua ciudad que, por haber sido aliada de Roma, alguna vez fue arrasada por Aníbal, el general cartaginés.
Mi mejor recuerdo de aquel museo de piedra es una fila de asientos sanitarios en la que los soldados de la guarnición precristiana, ajenos a toda privacidad, hacían sus necesidades fisiológicas al tiempo que, siguiendo las normas militares, afilaban sus espadas en una piedra de molejón colocada frente a ellos.
Lejos de parecerme cómico o grotesco, aquello se me antojó impecablemente lógico, quizás porque en mi adolescencia había sido testigo, en una escuela politécnica caribeña, de otros aspectos ridículamente decadentes de la disciplina de las barracas. Años después, alguien me describió su experiencia del día en que, al presentarse a una cita oficial con un viceministro de Educación de Costa Rica, este le dispensó su atención, en una misma sala, junto a una docena de desconocidos. El alto funcionario de ínfulas imperiales fue escuchando las peticiones y las consultas de todas y cada una de las personas así reunidas, de manera que, sin posibilidades de privacidad, unas se enteraban de las cuitas de las otras y, claro, el relato me hizo pensar de nuevo en una imagen de soldados ibéricos dedicados a sus pragmáticas deposiciones colectivas.
Si hubo murallas que resistieron ante Aníbal, no las hubo que resistieran ante mi imaginación alajuelense y encontré lógica la situación al atribuírsela a la, ya para entonces, incontenible decadencia de nuestra educación pública.
Ahora, algo sobre el sector privado. Periódicamente hago breve presencia en una bien reputada empresa no estatal para depositar, en la ventanilla abierta para esos fines, un sobre dirigido a la encargada de cierta trivialidad administrativa. Sin embargo, esta vez y por razones que desconozco, tuve que recurrir a una antipática recepcionista que, armada de un ánimo arrabaleramente castrense, después de preguntarme a voz en cuello por el ahora viral contenido de mi misiva privada, cual sargento de mi escuela politécnica me dio la orden –ya éramos varios en la misma situación– de sentarme a esperar, como cualquier combatiente mediterráneo debidamente laxado, en una hilera de sillas. Por primera vez en mi vida me invadió cierto espíritu terrorista, dejé inconclusa mi misión original y escapé con el sobre embutido en un bolsillo a guisa de muestra probatoria del nuevo caso de decadencia.
Fernando Durán es doctor en Química por la Universidad de Lovaina. Realizó otros estudios en Holanda en la Universidad de Lovaina, Bélgica y Harvard. En Costa Rica se dedicó a trabajar en la política académica y llegó a ocupar el cargo de rector en 1981.