Los datos se parecen al agua. Su naturaleza es la fluidez: si bien fijan situaciones estáticas, sobre todo documentan el cambio. En gotas sirven de poco; agregados y canalizados son una robusta fuente de potencia. Y aunque los asociamos con la transparencia, también pueden enturbiarse por la contaminación.
Por esto, como al agua, hay que tomarlos muy en serio. Pero las razones trascienden esta analogía: los datos son cada vez más necesarios para desentrañar realidades multidimensionales, tomar decisiones que las mejoren, evaluar resultados y rendir cuentas.
El plan del Gobierno para trasladar a familias pobres una parte de los ingresos del posible impuesto al valor agregado (IVA) pasa por la integración, actualización y procesamiento oportuno de 14 bases de datos. Tengo algunas dudas sobre las bondades del proyecto, pero ninguna sobre la trascendencia de la plataforma. Si lograra funcionar, estaríamos ante una oportunidad transformadora de nuestra generosa e ineficiente política social.
La Agenda de Desarrollo 2030, adoptada la semana pasada por las Naciones Unidas, está compuesta por 17 objetivos y 169 metas para alcanzarlos. Sin embargo, su implementación (incluido el financiamiento), seguimiento y evaluación dependerán de miles de indicadores cuantificables, y de métodos para captarlos, transparentarlos, estandarizarlos y analizarlos.
Son los datos al servicio de mejores esquemas de desarrollo.
Pero la moneda tiene reversos. Hace pocas semanas, la FAO, agencia de ONU para la agricultura y la alimentación, premió a Venezuela por su “éxito” en combatir el hambre, basada en reportes oficiales. Sin embargo, el país pasa por la peor crisis de desabastecimiento en su historia.
La conspiración de la empresa Volskwagen para ocultar el efecto contaminante de sus motores de diésel se basó en la alteración de índices y sistemas de medición.
Y ni qué decir de la captura y análisis de información a contrapelo de la intimidad, con propósitos políticos, mercadológicos y hasta delictivos.
Son los datos doblegados por turbios intereses.
Al igual que con el agua, siempre habrá un pulso entre pureza, contaminación y uso. Para inclinarlo con contundencia a favor del manejo responsable y oportuno de los datos, hay que comenzar por garantizar su apertura, transparencia y control de calidad.
(*) Eduardo Ulibarri es periodista, profesor universitario y diplomático. Consultor en análisis sociopolítico y estrategias de comunicación. Exembajador de Costa Rica ante las Naciones Unidas (2010-2014).