Desde que ascendió a la presidencia de Estados Unidos, hace ya siete meses, Donald Trump no ha cesado de jactarse de que podría liquidar a los enemigos de su país con una furia aplastante e inédita en los anales mundiales. Fue en este contexto que el gallito Kim Jong-un, el mandamás de Corea del Norte, marcó sus convulsos derroteros nucleares allende Alaska y California, bien adentro de EE. UU.
Más a mano, según afirmó, desafiaría a los imperialistas de Washington con un zarpazo en Guam, territorio norteamericano en el Pacífico. Esto último, comentaron los hablantines televisivos, sería para Kim como una “boca” después de tragarse a Corea del Sur. Kim ha aludido también a otras fichas norteamericanas en el barrio. ¿Japón?
Es claro que nada de esta ruleta podría concretarse impunemente en nuestra época. Ni el gallito Kim ni el súper Trump podrían excederse del ámbito de las meras bravuconadas sin encarar una cadena de consecuencias fatales. Aunque fuera despacito, por allá o por acá, las repercusiones de la voladura de un proyectil nuclear en la zona exigirían respuestas atómicas de China contra Corea del Sur, Guam y ni se diga también California, expandida hacia bien adentro de Estados Unidos. Viceversa, la réplica del Potomac no sería ni siquiera imaginable. Entre tanto, Putin miraría de lejos muerto de la risa.
La versión de una partida de dados atómicos entre superpotencias la describe con humor trágico la cinta Dr. Strangelove que recomiendo ampliamente a los lectores.
De vuelta al presente, nótese que las exageraciones nucleares de las potencias involucradas en la zona, Japón incluido, han disminuido hasta convertirse es un modesto susurro. Esta situación posiblemente se deba al descubrimiento de que el poderío nuclear norcoreano no es producto del inmenso acervo científico del que Kim alardea, sino de algo muy diferente. Resulta que analistas americanos, tras revisar de manera exhaustiva las fotografías de los últimos misiles norcoreanos, concluyeron que no son norcoreanos ni podrían serlo.
Lo cierto es que los misiles de Pyongyang provienen de una fábrica ucraniana venida a menos. Nadie la necesita, pues, tecnológicamente, se quedó en las cavernas. En cambio, los actuales cohetes de Kim sí los produce por encargo ese destartalado taller. Ante este hallazgo, hecho público en el Oeste, Kim ya ni chista de la pena. Qué diferente se sentía cuando ordenó matar a su hermano en un aeropuerto extranjero.