El miércoles anterior estuve a punto de olvidar una cita odontológica. Para llegar tenía que conducir a través de dos cantones urbanos siguiendo una ruta bastante difícil. Salí con tiempo a duras penas suficiente. En el camino, pronto me sentí amenazado por el aburrimiento, no tanto a causa de la lentitud del tránsito sino más bien porque al asedio de las vallas publicitarias regulares se sumaba el de las de la campaña política municipal que concluirá el próximo domingo.
Nada tengo en contra de ese proceso democrático, pero dos de sus efectos colaterales me causaban repugnancia: la dureza estética de un despliegue de sonrisas falsas en caras toscas y desconocidas y las memeces contenidas en las consignas escritas, básicamente una colección de insultos a esa inteligencia que Dios repartió entre los miembros de la especie humana para fines que, a la vista de tanta vacuidad, escapaban a mi entendimiento.
A decir verdad, sentí deseos de sacar la cabeza por la ventanilla del auto para gritarles a los demás conductores: “Lo siento, hermanos de condena, si yo fuera mago los convertiría en analfabetos para ahorrarles esta tortura”. Para mi suerte, el dedo índice que sirve para apretar los botones del radio seleccionó, en cierto momento, una emisora musical que comenzaba a transmitir la sétima sinfonía de Beethoven, llamada por alguien Consagración de la danza.
La oportunidad de concentrarme en la música redujo de manera considerable las penas del infierno y, por razones atribuibles a lo denso de la circulación, llegué a mi destino pocos minutos después de haber escuchado la última nota del cuarto movimiento.
Fui atendido y, en cuanto me liberaron de la silla dental, me puse de nuevo al volante. Tal vez porque aquel día era el aniversario del nacimiento del compositor, no fue por casualidad que la emisora anunciara enseguida la sinfonía número 38 de Mozart, conocida como De Praga. Esta es más corta que la sétima de Beethoven, pero gracias a que la circulación era ahora más fluida “me rindió” prácticamente para la totalidad del viaje de regreso.
Ya en casa, terminé por reconocer que el recorrido completo había sido placentero y, con alivio en el corazón y dolor en los dientes, pensé: “Ahora sí que voy entendiendo con qué propósito Dios la repartió; fue para que, en este día memorable, la inteligencia de dos geniales compositores germanos, fallecidos hace más de 180 años, me permitiera soportar lo estulto y lo vacío de una propaganda política indigente”.
Fernando Durán es doctor en Química por la Universidad de Lovaina. Realizó otros estudios en Holanda en la Universidad de Lovaina, Bélgica y Harvard. En Costa Rica se dedicó a trabajar en la política académica y llegó a ocupar el cargo de rector en 1981.