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Cara o cruz

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Presentadas ya las alineaciones de la campaña electoral, y observando los seis partidos que pueden soñar con obtener más del 5% de los votos, queda más o menos claro que las únicas diferencias perceptibles entre ellos son los colores de sus banderas. Para bien o para mal, han desaparecido los matices doctrinarios –dejaron de ser importantes desde hace décadas– y, en materia de filiaciones éticas, nos hallamos en un momento similar al que se da en una mesa de casino cuando se barajan las cartas, se reparten y algún tahúr le echa un vistazo esperanzado a su carta bajo la manga. Es una transición parecida a la que ocurrió en el fútbol al perder los equipos el acento básicamente local: antes de eso, los mocosos de Alajuela no entendíamos cómo era posible que tres hermanos de apellido Alvarado, oriundos de Barva, si bien recordamos, se distribuyeran entre el Club Sport Herediano y la Liga Deportiva Alajuelense; y tampoco era normal que, al terminar un campeonato, un crack –aunque fuera de apellido Piedra– cambiara de camiseta. También recordamos, de nuestros débiles cursos de historia, que Roma tuvo una época en la que el debate público –y, por lo tanto, político– más importante giraba alrededor de los colores de los equipos participantes en las carreras de cuadrigas en el circo. Si mi profesor no era un mentiroso y mis lecturas eran serias, las peleas entre azules, amarillos y rojos –no sabemos si hubo morados– llegaron a ser tan feroces que pudieron tener un efecto negativo sobre la capacidad de reclutamiento del Ejército romano.








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