Con buen paso -rápido, pero sereno- la más grande reforma penal del país avanza en la Asamblea Legislativa. Uno de sus componentes -la ley de justicia penal juvenil- ya pasó el primer debate en el plenario, mientras en comisión caminan con fluidez leyes tan importantes como el nuevo Código de procedimientos penales.
Es decir, la vertiente legislativa del cambio va por buen camino. Existe el peligro, sin embargo, de que, convertidos en leyes los proyectos, creamos que ya alcanzamos la solución de los problemas penales, cuando, en realidad, aún falta mucho. No es solo, por supuesto, toda la raigambre social de la delincuencia o las deficiencias policiales. Es que la aplicación de las nuevas normas requerirá cambios esenciales en la estructura judicial y penal del país, que demandan tres componentes simultáneos: tiempo, organización y dinero.
Tiempo, porque la ejecución de la reforma no se puede dar por arte de magia; es decir, requiere cierta maduración y ajustes. Organización, porque habrá que adecuar las estructuras actuales de aplicación de justicia y ejecución de penas a los novedosos cambios que se anuncian. Y dinero, porque nada de esto funcionará sin adecuado presupuesto para la reorganización judicial y la readecuación de la infraestructura carcelaria y correccional del país. Esta parte del desafío toca a los tres poderes de la República. Dichosamente, el Judicial ha demostrado hasta ahora una gran voluntad de cambio para mejorar y ya está embarcado en un interesante proceso de modernización. El Ejecutivo, a pesar de los desplantes del ministro Juan Diego Castro, tiene conciencia de los problemas policiales y de la aguda realidad carcelaria. Y el Legislativo ha superado las barreras partidaristas para trabajar con responsabilidad en el estudio y trámite de las reformas.
Lo que hace falta es que toda esta disposición se mantenga en la etapa que ya viene, y que no vaya a sucumbir esta gran oportunidad que tiene el país por culpa de miopía, imprevisiones o incomprensiones de última hora.