Nuestra Asamblea Legislativa es un poder de espasmos; a veces también de espantos.
Pasa de la enervante laxitud a la aguda tensión; de la parálisis al frenesí; de la eterna demora al impostergable apuro. En este proceso lo que sufre es la calidad de la legislación que se aprueba, el sentido de visión; es decir, el país.
El esquizofrénico proceso que ha caracterizado al paquete tributario es un ejemplo más de este carácter.
Mucho, efectivamente, se debe al reglamento interno, que permite a un diputado vetar --con triquiñuelas de cualquier índole-- el avance de los proyectos e imponerse así a la voluntad minoritaria.
Esto todos lo saben, pero sigue ocurriendo. Y si puede ocurrir es por imprevisión de todos los diputados --buenos o malos, responsables o no--, de los partidos que representan, de quienes los dirigen y de un Poder Ejecutivo que siempre anda en carreras para aligerar lo que ha contribuido a entrabar y para establecer a última hora las prioridades que debió fijar desde el principio.
En el fondo, más que un problema del parlamento, estamos ante un parlamento que refleja los problemas de todo el sistema: de la dificultad para negociar con madurez, para asumir posiciones claras, para tener un real sentido del bien común y para pensar estratégicamente.
Por esto, si bien es cierto los problemas de días recientes refuerzan la necesidad de reformar el reglamento legislativo, esta medida solo será realmente eficaz si se ve como un proceso de reforma política más integral, que toque a los partidos, al Ejecutivo y a nuestro sistema de representación.