Cuando uno observa el ya endémico malestar ciudadano con la política y los políticos, es válido preguntarse si nuestra democracia está en inevitable declive, carcomida por todos lados, como una casa vieja con comején. No es pregunta sencilla de responder y debemos ir por partes.
Hay ámbitos de nuestra democracia que gozan de buena salud. El régimen de libertades y derechos del que gozamos es el más amplio y profundo de nuestra historia: tenemos más oportunidades de ejercer nuestra ciudadanía que antes. A pesar de sus defectos, hay una más que razonable tutela de esos derechos y libertades por parte del Estado de derecho, más y mejor que en décadas atrás y, ciertamente, tanto o más que en otras democracias avanzadas del continente. Además, quienes detentan el poder están sujetos a controles políticos, mediáticos y legales. Hoy es impensable que un político diga, como si nada: “Me lo gasté en confites”. La participación ciudadana en asuntos públicos no es dramáticamente inferior que antes. Aunque la abstención electoral ha crecido, hay más personas activas en redes sociales, marchas y protestas. Entonces, ¿qué anda tan mal como para que nos sintamos en la lona?
Andan mal dos ámbitos claves de esa democracia. Primero, la representación política está desarticulada: hay una desconexión sideral entre ciudadanía, partidos políticos y organizaciones sociales. Hoy, nadie se siente representado por alguien, cosa que ha traído como consecuencia gobiernos débiles, una enorme dificultad para formar mayorías estables que enrumben al país por algún sendero y el boicoteo recíproco de iniciativas por cualquiera que se sienta perjudicado. Una democracia representativa con su componente representativo bajo mínimos es una democracia coja. Andamos cojos.
Además, sea por miopía, legalismo, corporativismo o puras ocurrencias, entrabamos la gestión pública, la ejecución de decisiones en el Estado. El mundo al revés: a mucho jerarca público le va mejor no tomando una decisión (igual tiene “pluses”) que tomando alguna, pues, si lo hace, inmediatamente le caen un montón de clavos. En síntesis, la representación política y la gestión de los asuntos públicos andan mal y, por tanto, tenemos poca capacidad para atender las aspiraciones y demandas ciudadanas. Somos el país del enredo y la inercia porque apostamos, en la práctica, a seguir reproduciendo esas debilidades. ¿Quiénes ganan con eso? Grupos corporativos, algunos núcleos de empresarios y funcionarios públicos, tienen la sartén por el mango y se sirven con cuchara grande.