El desconcierto es patrón del día. En medio de la confusión reinante, no se discierne brújula confiable. Ninguna figura despierta entusiasmo y en la antesala de un encuentro histórico con las urnas, el costarricense, desorientado, no sabe encontrar un rumbo claro. La suma de los porcentajes de intención de voto de todos los candidatos no alcanza, siquiera, el mínimo necesario para elegir a uno (CIEP, noviembre 2017).
El grueso del electorado está suelto y sin matrícula. Impera una anarquía de desconsuelos y decepciones. Un porcentaje enorme (37 %) de quienes se manifiestan decididos a acudir a las urnas (66 %) no se sienten atraídos, todavía, por ninguna alternativa.
Incluso muchos de los que ya escogieron candidato se manifiestan susceptibles a modificar su criterio de aquí a febrero. Ese río revuelto es caldo de cultivo de los peores instintos colectivos para exacerbar los ánimos y resquebrajar la necesaria serenidad que demanda un voto racional. La desilusión de todo y contra todo puede tener consecuencias aciagas si se vota con el corazón roto o el hígado inflamado.
La confianza en nuestra institucionalidad se encuentra bajo ataque. En la avalancha de escándalos, sorpresas y sinsabores provocados por los más recientes entuertos, se han visto arrastrados los principales pilares de la democracia. Poderes de Estado, partidos políticos y destacados protagonistas de la vida pública están embrollados en los escombros de ese terremoto noticioso que arriesga cobrar una víctima esencial que necesitamos rescatar.
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Escándalo fatal. Si somos honestos y fieles a la memoria, debemos recordar que hasta hace poco la imagen del gobierno y el presidente venían mejorando, así como la percepción ciudadana de buen desempeño de la democracia. Pero un escándalo mediático no dejó títere con cabeza.
En todos los segmentos etarios, por nivel educativo o sexo, la imagen del presidente, del gobierno, del Poder Judicial y de los partidos se vio fuertemente afectada con un volumen inaudito de cambios negativos de opinión que se reflejan en formidables rangos de rechazo (entre 80 % y 99 %).
En vísperas del último tamal, antes de febrero, la conversación familiar girará en torno a repudios, no a esperanzas. Existe un desprendimiento manifiesto de los electores frente a todos los partidos con trayectoria. Con razón o sin ella, todos salieron rascando.
¿Tanto pudo un solo escándalo? Con todo y la gravedad con que fue apareciendo, el cemento chino, en sí mismo, no deja de ser solamente una coyuntura negativa. Si queremos entender la fuerza de su embate, tenemos que inscribir su remezón en una tendencia estructural de disfuncionalidades que se han ido acumulando y reforzando con los años.
Desgaste. La desigualdad social, las brechas territoriales, la inseguridad ciudadana, la precariedad del empleo, el abandono del aparato productivo, la inequidad, ineficacia e ineficiencia educativa, la parálisis y desperdicios de la infraestructura y el declive general de la calidad de gestión del Estado se suman al peligro anunciado de los regímenes de pensiones, la crisis fiscal y la consiguiente insostenibilidad de la inversión social actual, de todas maneras, de muy bajo desempeño.
Son demasiados elementos de desgaste político estructural que se han venido decantando en una sensación general de desencanto. Se alimenta así el ánimo punitivo de un sector creciente de la población que arriesga engrosar las filas del rencor de un candidato que nutre su caudal con un discurso que llama al castigo.
El electorado está al vaivén volátil de las impresiones momentáneas. Por eso no existe anzuelo más fuerte para pescar votos que una crítica feroz alimentada de todas nuestras frustraciones. Antes de conocer la encuesta del CIEP, nos parecía positiva la experiencia acumulada por la edad del 54 % de los electores, votantes maduros, de entre 30 y 59 años.
El CIEP nos puso polo a tierra, enfatizando el cambio negativo de opinión de más del 90 % de este segmento etario. Eso refuerza, en todas las variables sociodemográficas, un peligroso animus puniendi.
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Venezuela como ejemplo. No caigamos en esa tentación. No estamos en tiempos propicios para cultivar discursos incendiarios. Venezuela debería ser un espejo preventivo en el que debemos reflejarnos.
Allá, el descontento con los partidos tradicionales, enfatuados en corrupción, inoperancia e impunidad, pavimentó el camino a una catástrofe sin precedentes.
¡Advirtamos de eso al votante! Si bien nuestro statu quo no está en su mejor momento, las alternativas son más alarmantes todavía. Al decir de Churchill, “la democracia es el peor de los sistemas, salvo todos los demás”.
No podemos permitir que el fracaso que todos los partidos han tenido en sacarnos del atolladero sea aprovechado para encumbrar caudillos que nos hundan todavía más. Es hora de volver a lo esencial y buscar cómo poner una sordina racional a los sinsabores.
Gane quien gane, todos perderemos. Otro presidente con minoría parlamentaria tendrá otra administración a contrapelo de todas nuestras emergencias y estará al vaivén del filibusterismo reinante. Solo ganaremos si la campaña electoral, que habitual y casi naturalmente ha sido un período para marcar diferencias, es utilizado, en cambio, para sentar las bases de un acuerdo nacional. ¿Tan grave sería buscar lo que nos une por encima de lo que nos separa? ¿Tan utópica soy?
En el abismo. Algún político dijo hace cuatro años que como todavía no estábamos en el abismo, nos podíamos seguir acercando a él. Y así se hizo. Por esa insensatez estamos donde estamos. Ojalá el sentido de la urgencia que vivimos inspire una cordura, hasta ahora desconocida, para ir más allá de las egoístas y primitivas ambiciones de poder y encontrar, entre las corrientes más responsables, un rescoldo a la esperanza, alimentado por un espíritu de reconciliación.
En rescate de nuestra institucionalidad y de la sana continuidad democrática, es hora de nadar a contracorriente.
La autora es catedrática de la UNED.
vgovaere@gmail.com