Columnistas

Tecleando

EscucharEscuchar

En una carta escrita hace apenas cinco años, un entusiasmado Paul Auster (novelista nacido en 1947) le contaba a su colega John M. Coetzee que, días antes, un amigo le había regalado una máquina de escribir Olivetti fabricada allá por 1958, “un artilugio bonito y compacto” que en adelante usaría como “máquina de escribir de viaje, algo de lo que he estado desprovisto durante años”. Tras leerla caí en la cuenta de que mis nietos, uno de los cuales ya ha cometido por lo menos dos errores en un recinto electoral, jamás han usado –y, con seguridad, jamás usarán– uno de aquellos olvidados “bonitos artilugios”, y me pregunté con asombro cuánto tiempo llevo yo mismo sin poner un dedo sobre el teclado de una reliquia semejante. Después de un arduo esfuerzo memorístico, recordé que corría 1983 cuando dejé tirado en algún “basurero tecnológico” mi último dinosaurio, una máquina marca Brother eléctrica, portátil, para afiliarme definitivamente al procesador de palabras con mi primera computadora personal, una Zenith “portable” –arrastrable, decían unos misericordiosos amigos de la universidad al saber que mi nuevo aparato pesaba bastante más de 12 kilogramos–. De hecho, hasta los pocos y muy torpes poemas que alguna vez escribí fueron picoteados en el teclado de una “compu” y probablemente por eso salieron tan ripiosos que me convirtieron en el primer “vate” costarricense al que las musas pusieron “ out ” en primera base.








En beneficio de la transparencia y para evitar distorsiones del debate público por medios informáticos o aprovechando el anonimato, la sección de comentarios está reservada para nuestros suscriptores para comentar sobre el contenido de los artículos, no sobre los autores. El nombre completo y número de cédula del suscriptor aparecerá automáticamente con el comentario.