De un lejano libro de cuentos de ciencia ficción recordamos vagamente que una nave espacial terrícola se aproxima a un sistema solar a punto de desaparecer: el sol estallará y destruirá un planeta habitado por una especie inteligente, creadora de una avanzada civilización que no ha conocido, o lo olvidó hace mucho tiempo, el flagelo de la guerra.
Enterados de su inminente aniquilación, estos seres pensantes no pretenden ser salvados ni aun en un pequeño número, y utilizando limitados medios de comunicación convencen a los humanos de que conduzcan a bordo de la nave una sola cosa: una especie de museo que guarda el registro de los más elevados logros científicos, artísticos y espirituales de su civilización. “Queremos que en un lugar seguro del universo se conserve el testimonio de lo que hemos sido”, dan a entender y, creyendo haberlo logrado, se entregan sin lamentos a su suerte inapelable.
Con el paso del tiempo, los detalles de aquel conmovedor relato se difuminaron en nuestra mente, pero en nuestro espíritu se afirmó la idea de que en la pretensión humana de salir a la conquista del espacio hay algo esencialmente fútil mientras no hayamos resuelto el problema de la convivencia pacífica en nuestro planeta, mientras no hayamos descubierto la manera de dedicar nuestra inteligencia y nuestros esfuerzos a crear las bases materiales y espirituales del hipotético museo que nuestros descendientes se sentirían orgullosos de dejar como testimonio de que la especie humana mereció haber existido.
En días recientes, en medio de la miseria, el dolor y la muerte que nuestra especie propicia con la guerra, se celebraba como una gran esperanza para ella la confirmación de que hay agua líquida en Marte; confirmación que, curiosamente, era posible adelantar desde hacía siete años y no tenía que parecer extraña porque, también era sabido, en tres lunas de nuestro sistema solar hay agua y en una –Ganímedes– el manto acuífero es más voluminoso que todos nuestros océanos juntos.
Claro, está por verse si el anuncio de la NASA fue parte de la pirotecnia publicitaria de cierta película de Hollywood; pero, en todo caso, un visitante extragaláctico pensaría que estamos tan seguros de haber deteriorado irreversiblemente la Tierra que, en vez de soñar con dejarle al universo un museo mostrativo de nuestra grandeza intelectual y espiritual, nos conformamos con la posibilidad de instalar en otro planeta una colonia desprovista, tanto de sed como de futuro.
(*) Fernando Durán es doctor en Química por la Universidad de Lovaina. Realizó otros estudios en Holanda en la Universidad de Lovaina, Bélgica y Harvard. En Costa Rica se dedicó a trabajar en la política académica y llegó a ocupar el cargo de rector en 1981.