El proceso electoral nacional tiene dos grandes tiempos. El oficial, dura cuatro meses, y este año comenzará el 4 de octubre. El otro es muy flexible, y de hecho ya arrancó con la competencia intrapartidaria. Liberación mañanió y elegirá a su candidato presidencial el 2 de abril; la Unidad lo hará el 4 de julio y el PAC el 9 del mismo mes, todos en convenciones abiertas. El Frente Amplio lo escogerá en mayo, en asamblea cerrada, y los libertarios “entre julio y agosto”, por votación de sus afiliados. Los otros 13 partidos nacionales no han definido fecha, y quizá algunos no compitan. Pero sin duda prevalecerá la inflación de opciones.
Lo ideal sería que ambos tiempos electorales estuvieran conectados por un arco de propuestas viables, discusiones serias y atención no solo a prometer qué se hará, sino a explicar cómo hacerlo. Sabemos que no es así.
La realidad es que las campañas, en todas sus etapas, navegan sobre la simplificación, las personalidades, las generalidades, la agudización de las diferencias, la evasión de lo que pueda ser políticamente costoso y variadas dosis de ataques y temores. Y temo que estamos avanzando hacia una agudización de esas tendencias.
Por primera vez la migración se ha convertido en tema electoral, no desde la óptica de sus desafíos y posibles soluciones, sino del miedo, los reclamos y el tufo xenófobo. Lo introdujo Otto Guevara, lo exacerbó el “cristiano” Abelino Esquivel y lo retomaron, en versión light, los precandidatos liberacionistas. Otros quieren salir de la marginalidad con el peligroso simplismo de la “mano dura” o el machete afilado frente a la inseguridad. Y el concepto de “hombre enérgico” (todavía no hay mujeres) y autoridad a cualquier costo está alzando vuelo.
Nada de lo anterior sorprende: las desafiliaciones político-partidarias inducen a diferenciarse más por actitudes que por propuestas, y si estas existen, se reducen a lo básico emocional. Pero sí preocupa: si a los ciudadanos, los medios, los partidos y candidatos responsables nos envuelve esa marea, la democracia –es decir, todos– padecerá los efectos.
Aún podemos crear y exigir una agenda de discusión medianamente sensata y apegada a los hechos, no a las emociones falaces.
(*) Eduardo Ulibarri es periodista, profesor universitario y diplomático. Consultor en análisis sociopolítico y estrategias de comunicación. Exembajador de Costa Rica ante las Naciones Unidas (2010-2014).