No nos parece ficción la nota de Jorge Luis Borges sobre un soberano asiático que lloró mientras pasaba revista al ejército que había reclutado para llevarlo a la guerra. Interrogado al respecto por uno de sus vasallos, dijo haber caído en la cuenta de que, pasado cierto número de años, todos aquellos hermosos y bravos combatientes habrían muerto.
Se pregunta entonces uno por qué nosotros no nos echamos a llorar cuando nos apercibimos de ser parte de la multitud de siete mil quinientos millones de seres humanos –no todos hermosos y bravos, es cierto– que pululan en el planeta. ¿Cuál es el origen de la inconciencia o de la esperanza que nos inhibe de un llanto semejante al del monarca borgeano?
La inconciencia no amerita explicaciones porque es un estado que compartimos hasta con las piedras. ¿Pero la esperanza? Nos viene a la mente una idea muy simple y a la vez sobrecogedora, de la que se han derivado, en la historia, tanto epifanías individuales como crímenes aborrecibles.
Se dice que tan solo en Estados Unidos se pueden documentar varios miles de sectas religiosas recientes, y algún estudioso del tema llegó a afirmar que la especie humana ha experimentado con más de noventa mil religiones, de las cuales solo una puede ser verdadera.
Sea como sea, esperar que haya vida en el más allá parece ser el único antídoto contra el temor que inspira la muerte y no se vislumbra la posibilidad de que eso cambie: resulta fácil inventar revelaciones puesto que los graduados de las universidades norteamericanas en la especialidad de Divinity se dispersan por el planeta fundando iglesias para satisfacer una variada demanda en el creciente mercado de la inmortalidad.
Mas no deja de ser inquietante la aparición de sustitutos de la religión asentados en la expectativa de que la ciencia y la tecnología permitan, en un futuro cercano, prolongar indefinidamente la vida humana.
Un caso extremo, y a fe que el protagonista se lo toma en serio, es el del científico costarricense que, a raíz del descubrimiento, a una distancia de 1.400 años luz, de un “planeta gemelo de la Tierra” que gira alrededor de una estrella similar a nuestro sol, manifestó su alegría porque ahora su cuerpo podrá ser congelado a la espera de que la ciencia encuentre la cura del envejecimiento y luego sea trasladado, a través de un hueco negro, hasta el lejano planeta inhabitado. Es para imaginarse el futuro pleno de esplendor material que les espera a los expertos haitianos en la resurrección de zombis.
(*) Fernando Durán es doctor en Química por la Universidad de Lovaina. Realizó otros estudios en Holanda en la Universidad de Lovaina, Bélgica y Harvard. En Costa Rica se dedicó a trabajar en la política académica y llegó a ocupar el cargo de rector en 1981.