¿Quién no vio, años ha, la película Los sueños , del director Akira Kurosawa? No es cuestión de hacer ahora la reseña de una obra estrenada en 1990, pero sí de recordar que dos de sus episodios son de tono apocalíptico y se relacionan con posibles catástrofes nucleares: El monte Fuji en rojo , sobre la fusión de una planta nuclear civil, y El ogro gruñón , una siniestra alegoría del mundo posterior a una devastadora guerra atómica. No sabemos si la filmación se inició después del accidente de Chernobil (1986), pero lo más probable es que ambos sueños –más bien, pesadillas– tuvieran como trasfondo, en la mente del cineasta japonés, los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki. Sea como sea, no debemos olvidar que por entonces el lobby mundial de la industria nuclear sostenía la mítica hipótesis de que, en Europa, EE. UU. y Japón, la seguridad de esa industria era infalible, de modo que lo de Chernobil habría sido tan solo el producto de una típica chambonada estatal soviética.
Así las cosas, la propuesta apocalíptica de El monte Fuji rojo debió de haber sido tomada como la exageración febril de una mente desajustada, y es posible que nadie haya recordado a Kurosawa cuando, en marzo del 2011, en el complejo nuclear privado de Fukushima-Daiichi ocurrió un ominoso accidente que hasta el día de hoy continúa siendo una amenaza. Algunos sectores de opinión de Japón sostienen que los políticos de aquel país fueron en exceso permisivos con la industria nuclear tanto en los aspectos de previsión como en los del manejo de la crisis. En cuanto a lo primero, ya se había dado la voz de alarma con base en memorias de los sunamis de 1707, 1896 y 2004 (el de Indonesia), en el sentido de que la altura de los muros de contención de la planta de Fukushima era insuficiente.
Todo esto nos lleva a ver con algo más que curiosidad la furia que despertó dentro del mundo político japonés el despistado legislador independiente Taro Yamamoto, por haber roto el protocolo cuando le entregó directamente al emperador Akihito una carta con la que pretendía llevar a la atención del emperador los graves riesgos que, para la salud futura de los japoneses, representa el manejo, a su juicio inadecuado, de la situación por parte del Gobierno y de los industriales. Algunos comentaristas políticos y científicos sospechan que la reacción contra el imprudente diputado no se dio tanto porque hubiera irrespetado la augusta figura imperial, como por el pánico que provoca en los políticos cualquier puesta en evidencia de su docilidad, en detrimento de la salud pública, ante los grandes intereses empresariales.