El periodismo no puede evitar la confrontación con el poder. Está en su naturaleza, y largos años de experiencia democrática deberían tenernos acostumbrados a la saludable tensión entre los medios de comunicación y el gobierno.
Pero no es lo mismo verla venir que bailar con ella, y quienes en la oposición disfrutaban la crítica dirigida a los adversarios, se muestran reacios a aceptarla una vez en el poder.
Eso también está en la naturaleza del político y largos años de experiencia democrática bastan para constatarlo. Ninguna administración se ha distinguido, hasta la fecha, por la conducta contraria. Todas se preguntan por el espacio asignado a las buenas noticias, considerándolo escaso, y se quejan del énfasis puesto en las malas.
La revisión de los titulares desplegados por la prensa no siempre corrobora esa percepción de los gobernantes. La respuesta tal vez está en el lugar asignado a los malos titulares en la mente de los funcionarios –también en la de los lectores– y el poco espacio mental concedido a informaciones más felices.
Es mucho más fácil recordar las malas experiencias. El maltrato a un niño, y hasta a un perro, es capaz de marcarlo para toda la vida. Se incorpora a su forma de ser, a su conducta futura y no necesita condiciones especiales para aflorar, como suele ocurrir con los buenos recuerdos.
Las confrontaciones entre la prensa y el poder pueden obedecer a diferencias sobre política pública –como la asignación del 10% del presupuesto nacional a las municipalidades o el levantamiento del veto a la reforma laboral– y también a la fiscalización del poder para evitar abusos. En el primer caso, cada partícipe –prensa y poder– entran en la discusión desde su particular concepción del mundo. En el segundo, mandan los hechos. Si la prensa no les es fiel, paga las consecuencias legales y sociales.
Pero también se ha convertido en costumbre atribuir a los medios motivaciones ideológicas o intereses concretamente políticos cuando ejercen la función de fiscalizar, no importa cuan firmes sean los hechos.
Desde hace décadas, ningún gobierno ha estado exento de caer en la confusión. En vez de examinar los hechos para rectificar, los escudriñan para encontrar en su denuncia oscuras motivaciones. Esa conclusión tendría algún asidero si alguien pudiera nombrar, en los últimos 45 años, que son el límite mi memoria política, a un gobernante satisfecho con el trato recibido de la prensa.