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Caminar por el centro de San José, un mediodía de domingo, solo debe hacerse en casos de emergencia y en un estado de alerta propio del zaguate perdido en un velódromo. Cierto descuido nuestro le permitió a una guapa muchacha, a quien tomábamos por una activista religiosa, desplegar aptitudes de carterista londinense introduciéndonos en el bolsillo de la chaqueta un vistoso panfleto. Pero, benditas las cantatas sacras de Bach: lo que tuvimos a la vista cuando intentamos leerlo no era un texto evangelizador, sino una simple invitación a visitar un casino de la capital, lo que nos hizo caer en la cuenta de que nuestra vestimenta nos daba apariencia de tahúres y no de torpes pecadores de pensamiento. Acostumbrados a la libertad de cultos, y muy poco enterados de cuáles son los efectos colaterales de la profusión de casinos, estuvimos a punto de aplaudir el ingenio de la empresa “tahurística” que envió a sus vírgenes vestales a la calle a repartir publicidad impresa.








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