Uber es uno de los referentes de un nuevo fenómeno global al que se ha denominado sharing economy o “economía colaborativa”. Esta es posible con apoyo de la tecnología y, especialmente, gracias a la nueva generación milenio, dispuesta a convertir sus activos, por ejemplo su vehículo, bicicleta, vivienda, e incluso ropa o dinero, en un bien productivo con el cual ganar un dinero extra.
Así por ejemplo y gracias a una aplicación móvil ( app ), Uber conecta pasajeros con conductores registrados en su plataforma, y genera un mercado de transporte, de bajo precio, pago electrónico seguro y con una retroalimentación posterior que permite sancionar al conductor o eliminar al cliente de futuros servicios.
El modelo ha sido tan exitoso que tiene presencia en 58 países, y en Estados Unidos, los aeropuertos –uno de los mercados de transporte de pasajeros más apetecidos– han aceptado no sin reticencia, que es mejor regular y tasar la industria, que dejarla operar por la libre y en la informalidad.
En otra línea, la empresa Airbnb conecta a viajeros con dueños que rentan por períodos cortos sus casas, un apartamento o una habitación. Tan solo en el 2014 tuvo más de 25 millones de usuarios: un creciente mercado que genera resistencia pues compite sin regulación con la industria hotelera.
En Estados Unidos, el fenómeno ha contagiado a otras generaciones. En una encuesta, el 83% de los participantes dijeron estar dispuestos a “compartir” sus bienes si el mecanismo para hacer la transacción es simple por lo que se pronostica que operadores de esta economía colaborativa le robarán a los proveedores tradicionales una buena porción de su mercado.
¿Cómo enfrentar este nuevo fenómeno con el justo balance entre la libertad comercial, incentivar la formalidad y la regulación? Cada país deberá encontrar su propia fórmula. En el caso de Uber, en Francia los tribunales permitieron la operación con restricciones; Italia espera un fallo judicial; en California la empresa sufrió un revés al establecerse que hay vínculo laboral con los conductores y, por ende, cargas sociales (más costos); y en España, la prohibición fue impugnada.
La tecnología crea realidades que demandan decisiones. ¿Cuál debe ser el balance en Costa Rica, que por un lado, incentive la libre competencia en beneficio del consumidor y, por otro, brinde seguridades mínimas a los contratantes y combata la competencia desleal?
(*) Nuria Marín Raventós es licenciada en Derecho por la Universidad de Costa Rica y máster en Artes liberales por Harvard University. Es cofundadora y vicepresidenta del grupo empresarial Álvarez y Marín Corporación.