Setiembre de 1984. El escritor húngaro Sándor Márai –36 años en el destierro y residente en California– anotaba en su diario: “Por primera vez en mi vida, un encuentro directo con un robot: el banco donde tengo mi cuenta corriente me ha enviado una tarjeta de plástico... Cuando quiero sacar dinero, tengo que introducir la tarjeta en una máquina incrustada en la pared del banco, y al cabo de unos segundos la cantidad solicitada cae en una bandeja metálica.... No se necesita firma ni comprobante alguno. El robot se ocupa de todo: en un momento comprueba la autenticidad de la tarjeta y, si hay saldo, entrega la cantidad y me da un papelito impreso donde consta el movimiento, además de informarme de cuánto dinero me queda en la cuenta. Un milagro espectral y aterrador”. Tal fue su reacción ante un avance técnico que hoy nos parece intrascendente.
Márai, nacido en 1900, había presenciado de cerca el desarrollo del automóvil, el avión, la radio, el cine parlante y la televisión, y escribía sus textos con ayuda de una computadora. Había sido espectador, en primera fila, de la Primera Guerra Mundial, el derrumbe del Imperio austro-húngaro, la Revolución rusa, el tsunami nazi-fascista, la Segunda Guerra Mundial y sus atrocidades políticas, morales y militares –incluidos los bombardeos de Budapest que arrasaron su casa de habitación– y la marejada del estalinismo que, al anegar a su patria, lo condujo al exilio voluntario por el resto de su vida. En sus libros había abundantes testimonios sobre esos acontecimientos y, sin embargo, la denominación de “milagro espectral y aterrador” se la reservó ¡al cajero automático!
Hace pocos días, al pasar frente a un milagroso espectro aterrador de esos, ubicado cerca de donde vivo, recordé súbitamente la curiosa anotación del insigne escritor y me detuve a observar cómo varias personas, con toda naturalidad y sin dar muestras de sentirse aterradas por milagros espectrales, entraban una tras otra a negociar con el robot de Márai en una diminuta cueva que en ese momento se me antojó un tradicional confesionario católico. Creí entonces que aquella asociación de ideas venía a aclararme algo, y me dije: “Eso es: Márai, originario de un país profundamente católico, utilizó la expresión ‘milagro espectral’ por sentirse autor de una profanación al pensar, por un momento, que ya el dinero había pasado a ser el dios de su tiempo”. Sin embargo, en vista de que el robot descrito por el angustiado escritor no estaba dentro de un cubículo, sino incrustado en una pared del banco, volví a quedarme sin una explicación del origen de su terror.