“Aquiescencia” es una palabra pletórica de significados. Sus sinónimos van desde “asenso”, “autorización” y “disimulo”, hasta “tolerancia”, e incluso es sustituida, en el lenguaje popular, por “arte de hacerse el sueco”, “arte de hacerse el tonto” y algunas otras “artes de hacerse” inadmisibles en un texto para leer en familia.
En medio del desprestigio de los partidos políticos y de otras instituciones necesarias para el buen funcionamiento de la democracia, tanto en América Latina como en Europa se presenta un fenómeno que bien podría ser llamado capacidad de resurrección –¿o de reincidencia?– de gastados dirigentes sobre quienes recae la mayor parte de la responsabilidad por el descrédito de la política. Pero, si bien las mayorías se escandalizan ante tal descrédito, acaban mostrando una extraña aquiescencia con respecto a los individuos que más lo han propiciado y, pudiendo hacer otra cosa, votan por ellos una y otra vez.
Por otra parte, hay actos que, si bien difieren en la magnitud de sus consecuencias, son de la misma especie y por ello hacen que sea válido recurrir a comparaciones desproporcionadas para llamar la atención sobre lo que, de otra manera, pasaría inadvertido.
Pensemos en la aquiescencia por omisión observada en otro tiempo por muchos intelectuales de la izquierda europea y latinoamericana frente a los crímenes del georgiano Stalin y del ucraniano Jrushchov como, por ejemplo, la masacre de obreros húngaros perpetrada por el ejército soviético en 1956, seguida por la farsa judicial dictada desde Moscú que llevaría a la horca a Imre Nagy –gobernante legítimo según la institucionalidad comunista– y a varios de sus colaboradores; farsa a propósito de la cual se afirmaría que la inoperancia de la Organización de Naciones Unidas consagraba el principio de que “la ley solo es imperativa para quienes la respetan y, para todos los demás, es facultativa”.
Igualmente, la palabra aquiescencia viene en nuestro auxilio cada vez que algún revisionista trata de convencernos de que, entre 1933 y 1945, la población alemana ignoraba tanto la gravedad como la naturaleza de los crímenes que, en nombre de Alemania, cometía una supuesta minoría nazi. En pocas palabras: no tienen derecho a quejarse aquellos aquiescentes que, después de declararse desilusionados por el desprestigio de ciertos políticos, en el momento de ejercer el sufragio actúan como si ese desprestigio fuera temporal o como si, para los líderes desacreditados, la ley fuera solo facultativa.
(*)Fernando Durán es doctor en Química por la Universidad de Lovaina. Realizó otros estudios en Holanda en la Universidad de Lovaina, Bélgica y Harvard. En Costa Rica se dedicó a trabajar en la política académica y llegó a ocupar el cargo de rector en 1981.