A los 62 años estaré trabajando. También a los 63 y más allá. La CCSS acaba de dejarme sin posibilidad de pensión anticipada a los 62 años, y lo celebro. Las finanzas del IVM no permiten posponer ajustes y este es solo el primero entre muchos necesarios.
Cuando llegue la edad, recibiré apenas una parte de la jubilación a la cual tendría derecho, porque existe un tope. La diferencia entre la pensión para la cual cotizo y la que en efecto recibiré se utilizará para ayudar en la vejez a los más necesitados. Es solidaridad social, y también lo celebro.
Para mí y para miles de asalariados de la clase media, libres de toda sospecha de ser “ricos”, las cotizaciones al IVM son, en parte, acumulación de fondos para la jubilación y, en parte, un impuesto para pagar la pensión de otros, menos afortunados.
En su momento, estaré entradito en años y mis ingresos caerán drásticamente. La pensión representará una fracción de mi salario como trabajador activo. Sería hipócrita si lo celebro, pero lo comprendo. Además, en este aspecto, todos los afiliados al IVM estamos en el mismo barco.
Protesto, sin embargo, por los regímenes de privilegio cuyos afiliados se jubilan a los 55 años, con el cien por ciento del salario y otras ventajas. ¿Por qué están los funcionarios del Poder Judicial, por ejemplo, exentos del deber de solidaridad? ¿Por qué se elimina la pensión adelantada para los mortales mientras a otros se les reconoce el derecho a jubilarse jóvenes?
Estudié Derecho y, desde hace años, esporádicamente me encuentro con algún compañero de aulas, ya pensionado, por la sola virtud de haber hecho carrera judicial. No puedo, en esos casos, dejar de pensar en lo mucho que me falta ni en la diferencia de condiciones cuando alcance la meta.
La diferencia no está en el esfuerzo desplegado hasta los 55 años. Tampoco en la importancia de las funciones desempeñadas, sino en ser parte de la planilla del Estado. Eso exime de la solidaridad social y los límites aplicados a los mortales. Permite, además, exigir solidaridad inversa, porque la factura la pagamos todos, incluidos los menos afortunados.
El país ya no aguanta y a todos nos toca enfrentar el costo de reformarlo. Por lo pronto, me despido sin queja de la pensión adelantada. De por sí, solo me concedía el “privilegio” de jubilarme siete años después de los 55, con una reducción del 1,75% por trimestre adelantado, aplicada al tope existente. ¡Ay!, si hubiera una Corte Suprema de Justicia…