En una sociedad alfabetizada, todos somos escuchas y lectores. Lo que escuchamos tiene –por un momento, dejemos de lado las grabaciones– la desventaja de lo fugaz, que vuela y se pierde. Por el contrario, a lo escrito se le atribuye permanencia, desde la efímera de un diario hasta la milenaria de una inscripción esculpida en una tumba egipcia. No es vana la locución latina “ Verba volant, scripta manent ”. Además, lo escrito permite la reflexión reposada que llamamos “leer entre líneas”, de la que pocas veces sacamos provecho. (De otro modo, ningún político se atrevería a escribir lo que cree que piensa, pues vería en cada lector un ominoso psiquiatra amateur ). Se podría argumentar, con razón, que en nuestro país algunos políticos deberían declararse mudos, aun cuando les agrade rodearse de periodistas que tomen notas sobre lo que dicen. O lo graben. Los que menos perderían quedándose callados son aquellos para quienes lo más cercano a la inmortalidad es la toma incesante de selfies .
Uno de estos días, un amigo buen lector nos hizo caer en la cuenta de que, incluida la de discursos políticos, somos tan incautos con la lectura que acabamos siendo malos electores el día de los comicios. Comentaba –él sí lee entre líneas– que la novela Jurassic Park, de M. Crichton, contiene una pifia científica que es, con respecto a la misma novela, una bomba de demolición. En esa obra, una isla costarricense muy parecida a la Isla del Coco alberga un parque temático poblado de dinosaurios clonados gracias al material genético hallado en la sangre de esos grandes saurios, extraída de las trompas de mosquitos atrapados en fragmentos de ámbar (resinas fósiles). Esta novela pertenece a un género que no nos atrae, pero la leímos en 1991 porque alguien nos regaló un ejemplar de la primera edición y “nos embarcó” argumentando que en ella se describían algunas cosas interesantes de Costa Rica.
El caso es que pasaron 23 años sin que nos percatásemos de la gran falla que ahora nos revela nuestro amigo: en términos de millones de años, el último dinosaurio desapareció, tras la caída de un meteoro gigantesco, hace más de 60, y el ámbar, hasta donde se sabe, procede de resinas vertidas hace “solo” alrededor de 30. De modo que los mosquitos de la novela tendrían que haber retrocedido en el tiempo más de 30 millones de años para poder sangrar a los “dinos”.
Así deberíamos leer los discursos de los políticos para ser, después de darnos cuenta de que muchos mosquitos de la política no pueden haberse nutrido en fuente sólida y competente, no solo buenos lectores, sino también buenos electores.