Me gusta rebuscar historias de Navidad por esta época. Me remontan a la infancia con mis padres (ambos ya fallecidos), y me atan a mis hijos y sus hijos con la ilusión por los regalos. ¿Qué obsequiarles esta Navidad? La verdad, no lo sé. Se me ocurrió relatarles una versión tijereteada de una linda historia de un autor que desconozco, y que hoy comparto con ustedes. Se intitula El papel de regalo dorado .
Cuenta que una vez un padre trabajaba muy duro para llevar el sustento a su familia. Eran años difíciles. Pocos días antes de Navidad, se perdió de su alacena un precioso pliego de regalo dorado que guardaba para una ocasión especial. Al enterarse, castigó muy duramente a su pequeña hija de cinco años por haberlo tomado sin permiso, y le hizo saber lo costoso que era para alguien como él, de escasos recursos. La niña lloró a más no poder.
Pero eso no fue todo. Se puso aún más furioso la noche de Navidad al constatar, atónito, que la niña usó el pliego de papel dorado para envolver una media de regalo que colocó con esmero al pie del arbolito de Navidad, y se puso a especular de dónde habría sacado el dinero para comprar lo que llevaría adentro. La niña no dijo nada. Soportó estoicamente la severidad de su padre, a quien le esperaba una sorpresa, sin ocultar una sonrisa de satisfacción. A la mañana siguiente, la niña, alborozada, tomó el regalo y le dijo a su padre: “¡Mira, es para ti!”.
Cuando el severo padre comenzó a abrir lentamente su regalo, se sintió muy mal, arrepentido por haber reprendido de esa manera a su hija. Pero su fuerte temperamento fue puesto a prueba una vez más. Al abrir el regalo constató, incrédulo, que la media estaba vacía. Y montó en cólera otra vez. “¿No sabes, jovencita, que, cuando se regala a alguien una media de Navidad, se supone que debe contener algo adentro, no una media vacía?”. “Pero no está vacía, papá –replicó la niña llorando–, yo la llené de besos y cariño hasta llenarla”. El padre se desarmó. Y llorando se hincó para abrazarla fuertemente, pidiendo perdón por aquella ira innecesaria.
Poco tiempo después, la niña murió en un accidente. Dicen que el padre guardó en su mesita de noche aquel regalo envuelto en el pliego dorado por todos los años de su vida. Y, cada vez que tenía problemas, o la adversidad llamaba a su puerta, sacaba uno de aquellos imaginarios besos de su hija para recordar todo el amor de aquella alma inocente, arrebatada prematuramente de su familia. ¿Les gustó? La moraleja es que cada uno de nosotros ha sido bendecido por Dios con el amor de nuestros hijos y sus hijos. Es el mejor regalo de Navidad y de cada uno de los días de nuestra vida.