Mantuve una larga disputa contra algunas de las restricciones impuestas en la nueva ley de tránsito, y guardaba una enfermiza ojeriza hacia los oficiales convertidos en verdaderos cancerberos de la nueva regulación. Se lo juro. Pero el conjuro cedió la semana pasada.
Me dirigía de San Pedro a Escazú y, por error, tomé la Circunvalación hasta colisionar con las obras de construcción del fallido puente que antes habilitaba el tránsito en esa poblada zona al sur de la capital. ¡Error capital! Pero el malestar por las presas y represas, usualmente acompañado de improperios y duros exabruptos (no siempre confinados al fuero interno) se convirtió, de pronto, en una estimulante sorpresa.
A la altura del cruce entre Hatillo 8 y La Sabana noté que el flujo vehicular se hacía más denso. Los automotores acercaban sus narices a las muflas de sus homólogos, como acariciándolas, en una procesión impenitente. ¡Detente!, me dijo una voz interior. Debe de ser un accidente de los que paralizan el tránsito hasta que algún oficial se arrima (a pasito lento) a levantar el parte, o un accidente de los que provocan el “efecto mirón”. A mirar me dispuse, pero no. Era algo (o alguien) mucho más espectacular.
El “efecto mirón” lo provocaban dos guapas oficiales de Tránsito, hermosísimas las dos, encargadas de acelerar el flujo de vehículos en esas horas pico. Los conductores se aglutinaban para verlas. Yo, también. Los minutos gastados de más en ese cruce donde se cruzan las miradas, pasaron sin protestar. Esa debe ser –pensé– la nueva forma de apaciguar al conductor en los frecuentes incidentes de tránsito e interminables interrupciones para reparar puentes y “platinas”.
Les voy a describir a las hermosas oficiales de Tránsito. Una tensaba su ceñido uniforme a lo largo de su esbelta figura, sin desperdiciar un centímetro de holgura para despistar la imaginación. Azul marino el pantalón, blusita blanca ajustada, colita de caballo atractiva, anteojos oscuros a la moda (impresionantes), una carita angelical y un porte marcial apropiado para esas funciones, que cumplía a cabalidad. La otra, muy segura de sí misma, no se quedaba atrás (ni adelante). Portaba a la altura de su cintura un sugestivo emblema del “Tránsito” que invitaba, sin duda, a transitar. Gorrita azul, blusita blanca igualmente ceñida, y una corbata sobria e impecablemente anudada que descendía grácilmente por la curva línea de sus botones. Y ¡qué botones! Es verdad que Dios existe, susurré con recato al pasar.