La arrogancia, el dogmatismo, la incompetencia y la inexperiencia explican, en gran medida, el fracaso de Donald Trump y el Partido Republicano en su intento por demoler la reforma de salud de Barack Obama. El 24 de marzo fue, para ellos, un verdadero viernes negro; para Estados Unidos, de alivio inmediato y moderada esperanza.
Trump sobreestimó su capacidad de persuasión y fuerza política. Sus asesores, más ideólogos que estrategas, trataron el tema con sorprendente ligereza y desdén: nunca existió un plan para sustituir la reforma; simplemente, la voluntad de destruirla. Paul Ryan, el presidente republicano de la Cámara de Representantes, perdió control de sus tropas. Al final reinó el caos y, ante una inevitable derrota en plenario, retiraron el proyecto. Habrá Obamacare para rato.
Pero esta catástrofe (bienvenida), también se explica en buena medida por algo más profundo: las contradicciones estructurales entre los republicanos y entre estos y la Casa Blanca. Los enormes fallos en el proceso fueron agravados por profundas diferencias en doctrina y objetivos, y viceversa. Gracias a ellas, las relaciones entre Trump y el Congreso seguirán siendo en extremo complicadas y reducirán el ímpetu de su agenda.
Quienes mataron la iniciativa de Trump y Ryan no fueron los republicanos moderados, preocupados por su impacto social y, sobre todo, electoral, sino los hiperconservadores, por considerarla dispendiosa y contraria a su dogma anti-Estado. Pero las brechas son mayores: entre el populismo que encarna el Trump de la campaña y el establishment representado por la mayoría de sus ministros y legisladores; entre el desdén por el desbalance fiscal que generaría la mezcla de menores impuestos y más gastos, y el evangelio antidéficit; entre el proteccionismo parapetado en la Casa Blanca y el libre comercio preferido (con razón) por las élites del partido.
Aunque Trump afine sus torpes destrezas estratégicas y políticas y su equipo aprenda de los golpes –algo sumamente difícil–, las diferencias de fondo entre el Ejecutivo y el Congreso, y en el seno de ambos, le impedirán imponer sus criterios. Una cosa es unirse frente a un enemigo común (Obama o Hillary Clinton); otra, muy distinta, generar consensos desde el poder.
(*) Eduardo Ulibarri es periodista, profesor universitario y diplomático. Consultor en análisis sociopolítico y estrategias de comunicación. Exembajador de Costa Rica ante las Naciones Unidas (2010-2014).