El viernes pasado, un cocodrilo se paseó orondo por el centro de Quepos. Se pavoneó por ahí con esa autosuficiencia del que se sabe en la cúspide de la cadena alimentaria. Ante tal noticia extraordinaire , caí en cuenta de que en este país nos falta velocidad. La nota nunca debió quedar confinada a la sección de Sucesos, un desperdicio. Procomer y Cinde debieron haberla esparcido por el resto del mundo como parte de nuestra marca país: “Venga a Costa Rica, el país de la innovación verde, donde hasta los cocodrilos andan buscando qué hacer en nuestras vibrantes ciudades. Y no cualquier cocodrilo, sino uno mansito. Así son nuestros cocodrilos: amables, con sonrisas de oreja a oreja”. Todo muy bien: welcome , y tres turistas y dos inversionistas más para nuestro saco.
Mientras el cocodrilo andaba a la caza de oportunidades de negocio, me puse fundamental, humor inevitable en estos inciertos días. Pensé que es más fácil que un cocodrilo innovara caminando por media calle, que un innovador costarricense, humano en este caso, reciba apoyo oportuno para echar adelante su emprendimiento: ni la escuela, ni los bancos ni los trámites facilitan la innovación. Cuestión de ecosistemas. Podemos debatir si los cocodrilos nos invaden o nosotros a ellos, pero el caso es que hay un montón y se nos aparecen a cada rato. En cambio, nuestra cultura hace del innovador, en el sector privado o público, una rara especie bajo perpetua amenaza. A diferencia del cocodrilo, no mide 6 metros ni tiene dientes afilados, usualmente está desamparado y sin padrinos.
Pensemos en el innovador tico, en general. Lo imagino en la escuela, pintando el agua con tonos de azul y verde, y la maestra diciéndole: “No, m'ijito, el agua es azul”. Lo imagino en el colegio siendo bueno para las matemáticas, y el resto llamándole “nerdo”, o para la poesía, y el profe ordenándole que se baje de esa nube. O armando un robot y todo el mundo diciendo: “Qué lindo, pero ¿cuándo va a dejar de armar jugueticos y estudiar derecho?”. Lo veo de joven adulto tratando de hacer cosas distintas, pero topándose con la muralla invisible de un entorno que premia al astuto, al que se amolda a las reglas y castiga al que explora nuevos rumbos. Luego, más entrado en años, lo veo ponderando si se va, o no, de aquí, pues la idea que quiere implementar lleva años rebotando entre trámites y negativas de financiamiento, y prefiere jugársela en otro país. La ironía es que, a falta de petróleo, gran territorio o población, nuestro futuro depende totalmente de las innovaciones productivas, no de esas insustanciales como las del cocodrilo fachento, sino de las que incorporan ideas novedosas a la vida social y económica.