Hace pocos días, diputados del partido sandinista (gobernante) presentaron un paquete de reformas constitucionales promovidas por el presidente Ortega. Como en el Congreso de ese país tienen mayoría calificada, es razonable pensar que el pescado ya está vendido. En poco tiempo Nicaragua tendrá, por la vía exprés, una Constitución Política renovada.
La justificación de los cambios es que ese país necesita pasar de la democracia representativa a la democracia directa, una en la que el pueblo participe en el Gobierno. Genial, pero ¿cuáles son los detalles de este nuevo tipo de democracia? Aguanten la respiración: elimina prohibiciones a la reelección sucesiva del presidente; crea la potestad de emitir decretos ejecutivos con fuerza de ley, la autorización a militares en servicio activo para ocupar puestos de dirección en el Estado y el mandato de crear alianzas, consultas y consensos permanentes entre empresa privada y Gobierno, entre otras cosas. De paso, autoriza al Estado a establecer contrato o concesión para la construcción y explotación de un canal interoceánico (un toquecito tarde, pues ya lo hicieron). Todo esto, faltaba más, en nombre del cristianismo, el socialismo, el desarrollo humano, la familia y, en fin, la felicidad de todos. La mía también.
Dicho en cortito: Ortega hizo lo que diez años atrás el Gordo Alemán quiso, pero no pudo. Constitucionalizó el neosomocismo con él en la cabeza. Al igual que en el pasado, el Ejecutivo tendrá autorización para dominar el sistema político. El Congreso será puro trámite, el Ejército politizado se inserta dentro de la Administración Pública y se oficializa el reparto de negocios con la cúpula empresarial. Por cierto, entre los filósofos citados en la exposición de motivos está el multimillonario Carlos Pellas, del clan económico más poderoso de Nicaragua. En síntesis, lo novedoso son los mecanismos y la retórica, el fondo es el realismo mágico de siempre. Nicaragua duele.
Las democracias no pelean entre ellas, pero hay un largo historial de conflicto entre estas y los regímenes autoritarios o semiautoritarios. O sea, máxima alerta en Costa Rica. El tema no es la inminencia de una guerra, sino una previsible cadena de pleitos, pues este tipo de regímenes los necesita para alimentar su legitimidad interna. Además, la regresión corporativa y autoritaria de Nicaragua, ahora constitucionalmente afirmada, altera los equilibrios en la región.
Lo trágico no es solo que la historia se repita luego de tanta sangre derramada. Lo trágico es, también, que Nicaragua sea uno más de los recientes intentos de presidentes latinoamericanos, de derecha e izquierda, por perpetuarse, a como sea, en el poder.