Ese día, Varguitas, el columnista, se vio guapo. El espejo le devolvió una sonrisa ganadora y, por primera vez en su vida, se permitió ser atrevido. “¿Por qué no?”. Alguien había plantado la idea que ahora germinaba en él. Era cierto: había nacido aquí, coleccionaba títulos universitarios y sus maestras decían que había sido un buen niño. Por ahí no lo iban a agarrar. Además, ¡coño!, tenía derecho: derecho a ser presidente.
El país estaba p'al tigre y la gente, cabreada, buscaba el rostro del milagro. Más gastados que chaqueta de salonero, los partidos necesitaban reinventarse. Uno andaba sin candidato. “Esta es la mía” y la sonrisilla afloró de nuevo. No era un desconocido total. Su foto salía en el diario y a veces alguien lo reconocía en una soda. No sabía mucho de mucho, aunque opinara de todo, pero, y… ¡qué!, tenía buenas intenciones. Además, conocía a políticos bien ignorantes: “Por ahí estoy cubierto”.
Llamó a una amistad, politiquero de larga data, y, tragando cable, se le propuso como candidato. “¿Qué tienen que perder?”. El otro hizo silencio y le espetó un “te llamo mañana”. Esa noche no durmió de la ansiedad (¿lo habrían tomado por un payaso?). El teléfono anduvo mudo hasta la tarde: “Hecho –oyó del otro lado–, sos nuestro candidato: ¿doctor o algo así?”. Explicó que lo era, pero no de los que curaban, y que, además, eso del “Doctor” estaba muy quemado. El “licenciado” tampoco servía porque daba tufo a abogado y eso era peor.
Convinieron en que sería presentado como “El Máster”. Servía por donde se viera: daba impresión de novedad y sabiduría, y generaba cercanía con el electorado, pues, con tanta universidad de garaje, ahora todo el mundo era máster. Hasta sonaba bien lo de “Míster Máster”… Con eso ganó una convención interna en la que, dijeron, votaron un millón de personas. Patentó la sonrisa de medio lado, la camisa arremangada y el verbo fácil. Siempre empezaba igual: “Montado en el caballo blanco de la opinión pública…”. Visitó tugurios, besuqueó niños “moquientos” y hasta comió mondongo, que odiaba. Lo había logrado: Míster Máster era una figura pública, tenía un 4x4 y asesores. Las encuestas ardían con eso de que él salvaría al país.
Todo iba muy bien hasta el día en que el espejo no devolvió la sonrisa ganadora. Andaba incómodo: quería mandar y todos le decían: "Sí, Míster Máster, después vemos”. Sabía que hablaban pestes a su espalda: ¡de Varguitas, que andaba en una cruzada salvadora! Suficiente es suficiente. Explotó: o mando o nada. “Pues nada”, le dijo la amistad, “vos estás para otra cosa: para ganar la elección”. Los mandó al carajo. Públicamente. La política es una cochinada, y denunció: “Exijo que me apoyen. ¿No entienden que soy el futuro?”.