El golpe militar en Chile del 11 de setiembre de 1973 no fue una asonada más de las cientos que tapizaron la historia latinoamericana del siglo XX. Fue un terremoto continental con réplicas mundiales. Se distinguió del típico golpe de estado por el alcance de su violencia contra todos los que defendían el orden constitucional, una ferocidad que solo fue superada por la dictadura argentina de la época. También se distinguió porque acabó con una de las pocas democracias que durante la Guerra Fría sobrevivían en un continente ahogado por militares. Aquí tuvo otra compañía, la de los militares uruguayos que por ese entonces hicieron lo mismo.
Sin embargo, lo que verdaderamente hizo del golpe en Chile un acontecimiento único es que instauró una dictadura fundacional. ¿A qué me refiero? A que transformó la sociedad, la economía, la política y la cultura. A sangre y fuego instauró un cambio radical, la implantación autoritaria de un experimento neoliberal que sigue marcando la vida de ese país (aunque con crisis como la de 1983-1984, que obligó a ejecutar, temporalmente, una estatización económica masiva). El Chile de 1990, el del retorno a la democracia, era totalmente distinto al de dos décadas atrás, amarrado constitucionalmente al legado de Pinochet.
¿Por qué se dio ese acontecimiento traumático que aún hoy sigue desgarrando a ese país? Los análisis históricos señalan que hubo pocos inocentes, pero que unos fueron más responsables que otros. La clase política chilena tradicional fue incapaz de resolver por cauces institucionales conflictos gestados ya desde la década de los sesenta. Algunos de ellos creyeron que podían utilizar a los militares para decapitar al Gobierno y confiaban que les devolverían el poder a los civiles (cálculo que salió por la culata). Una agresiva derecha autoritaria, apoyada por poderosos conglomerados empresariales, apostó a crear el caos social y alentar el golpe. Los errores en la gestión gubernamental de la administración Allende y las contradicciones internas dentro de la Unidad Popular ciertamente contribuyeron. Y el clima de la Guerra Fría, con Nixon y Kissinger alimentando la subversión, fueron la cereza del pastel.
Chile, no uno sino “el” país más desarrollado de América Latina, sigue sangrando por la herida. Muy pocos, salvo los nostálgicos, defienden la dictadura. Pero ese desarrollo no se entiende sin el legado de la dictadura. ¡Las realidades analizadas con cabeza fría son siempre complicadas! Lo que parece claro es que, para alcanzar nuevas cotas de desarrollo humano, los chilenos tendrán que exorcizar el legado de Pinochet. Otrosí y para mí: ¡menos mal que no tenemos ejército en Costa Rica!