La decisión, ahora en suspenso, de permitir a un máximo de 6.000 educadores pasar del régimen de pensiones de la Caja al del Magisterio, implicó que los diputados de la Comisión Plena Primera consideraran tres tipos de variables: técnicas, políticas y legales. Quienes votaron a favor en primer debate fallaron a su deber en todas ellas.
En las técnicas demostraron impericia y ligereza por investigar a fondo los datos y versiones; en las políticas, una vocación clientelista acrecentada por las elecciones cercanas; en las legales, un oportunista desdén por el marco normativo. Y cuando todo salió a la luz gracias a las denuncias públicas, optaron por que otros resuelvan el embrollo.
En la dimensión técnica chocaron las versiones de Hacienda, la Caja y el Magisterio sobre el impacto financiero de la medida. Lo que debió resolverse con un análisis objetivo de datos, se convirtió en un tema de fe: escoger a quién creerle. Y en lugar de aclarar el enigma mediante sus legiones de asesores, pidieron a la Defensoría que actúe para “dilucidar” las diferencias. En buena hora la defensora Montserrat Solano rechazó la solicitud con una aleccionadora pregunta: “¿Cómo vamos a negociar las matemáticas?”.
El juego político era más claro y evidente: por un lado, complacer a un grupo de presión sin considerar el impacto fiscal de hacerlo; por otro, lanzarle al presidente Solís una papa caliente: si vetara la eventual ley (como debe), quedará mal con los educadores; si no, demostrará irresponsabilidad. En cuanto a lo legal, tomaron un trillo conocido: eludir su responsabilidad y trasladársela a la Sala Constitucional. Quizá ahora estén rezando para que rechace la decisión y los salve política y jurídicamente ante los educadores, el fisco y la sociedad.
Cuando –con razón– nos quejamos de los privilegios que redistribuyen el ingreso desde los que menos tienen a los que usan su influencia para tener más, y además enmarañan el quehacer del Estado, debemos comprender que no salieron de la nada. Todos vienen de mala legislación, clientelismo o complacencia administrativa. Mientras se trata de corregirlos, al menos debemos evitar otros más. En este caso, la solución es elemental y rápida: que los diputados asuman su deber hacia el país y digan no en segundo debate.
(*) Eduardo Ulibarri es periodista, profesor universitario y diplomático. Consultor en análisis sociopolítico y estrategias de comunicación. Exembajador de Costa Rica ante las Naciones Unidas (2010-2014).