Mediados de enero. Aprovechando un período de tranquilidad, iniciado a principios de diciembre, retomé y creo haber concluido un viejo –y con seguridad irrelevante– proyecto literario: un relato de miedo que les contaba a los niños en la época en que mis hijas eran escolares. Lo narré algunas veces en fiestas de cumpleaños de sus amiguitos, pero los niños que lo escucharon, ahora adultos, no lo recuerdan. Sin embargo, los veo, como si fuera hoy, mordiéndose los nudillos mientras me escuchaban asustados, con los ojos extremadamente abiertos y sus caritas contraídas por ese gozo que proporciona el miedo autoinfligido. El cuento les gustaba y, en una medida que nunca los hizo llorar, mi misión de provocarles susto se cumplía.
La historia giraba alrededor de alguien que, para liberarse de la amenaza sobrenatural de un nicaragüense fallecido, tenía que escuchar, mientras conducía su auto, el Réquiem de Mozart. Para lograr los necesarios efectos de terror, el cuentacuentos debía tararear partes del Réquiem, lo que, como es de suponer, le salía bastante mal a este sordo musical. No obstante, ahí iban surgiendo grotescamente, desde mi inadecuado guargüero, el Kirie , el Díes írae , el Tuba mirum , el Rex tremendae , y otras partes hasta concluir con el Lux aeterna.
Obviamente, al intentar poner por escrito aquel relato, fue imposible recurrir al tarareo de la música, así que en su lugar utilicé los versos del texto, con lo que de Mozart se perdió todo menos el título de la obra. Desde luego, el resultado no fue un cuento para niños sino una novela corta para adultos, con acentuados ingredientes de terror. No me hago ilusiones con respecto a la calidad de lo escrito, pero después me aconteció algo que entraña un motivo de asombro, cuando no de preocupación metafísica.
Cerca del mediodía, me encontraba junto a mi editor, quien había leído el primer borrador de mi relato, en un bullicioso café de Montes de Oca. En la pantalla de un televisor se podía ver –que no oír, porque el barullo circundante lo impedía– un noticiero en el que apareció la imagen de una anciana de Nicaragua que había venido a Costa Rica en busca de su hijo, emigrado laboral a nuestro país y de quien ella llevaba ya muchos años sin recibir noticias. “Mirá vos, el hijo podría haber muerto”, dijo el editor.
Lo que ella contaba era, en efecto, exactamente lo que se narra en el párrafo inicial y en las líneas finales de mi relato. Además de parecerme triste, aquella coincidencia me puso la carne de gallina.