Ambos países están vinculados por profundos factores políticos, migratorios, comerciales, financieros, logísticos, estratégicos, culturales, históricos, geográficos y de seguridad. La suya, más que una tupida relación, es un complejo ecosistema de interdependencias. Su fluidez beneficia a ambos; su descalabro sería catastrófico.
En el conflicto bilateral que se asoma, Estados Unidos sufrirá menos daños inmediatos, pero tiene mucho que perder, tanto en aspectos económicos y políticos como en otra dimensión más sensible: la seguridad. Gracias a la interdependencia constructiva, ha contado con 3.185 kilómetros de frontera sur geopolíticamente tranquila que, sumados a los 8.893 con Canadá y los océanos Atlántico y Pacífico, convierten al país en una virtual fortaleza. Hasta ahora.
Según el simplismo de Trump, la suma de un muro y deportaciones masivas de presuntos delincuentes indocumentados hará más seguro a su país, mientras fuertes dosis de proteccionismo lo harán más rico. Falso; peor aún, sus acciones unilaterales alterarán drásticamente el entramado de la relación y, a mediano plazo, pasarán una enorme factura.
Para México podemos imaginar recesión, empobrecimiento, desempleo, repunte nacionalista, menor colaboración para atajar drogas y migrantes, inestabilidad social, erosión institucional y, probablemente, la elección del populista Andrés Manuel López Obrador en el 2018. Estados Unidos podrá perder un aliado indispensable y, con él, un ancla de estabilidad. Sería una tormenta perfecta, que se desbordaría hacia el norte y nublaría el conjunto de las relaciones hemisféricas. Hasta ahora, pareciera que Trump no lo entiende. Quizá alguien sensato le haga saber que jugar a la alteración de sistemas no es un nuevo reality show.
(*) Eduardo Ulibarri es periodista, profesor universitario y diplomático. Consultor en análisis sociopolítico y estrategias de comunicación. Exembajador de Costa Rica ante las Naciones Unidas (2010-2014).