El gobierno se prepara para dar un paso definitivo en la lucha contra la corrupción. No lo hará a ciegas. Primero, hará consultas a la ciudadanía para definir el fenómeno, conocer sus escenarios y diseñar estrategias. El público hará su contribución mediante un cuestionario publicado en la página electrónica de Gobierno Abierto.
Ese método acientífico y equívoco revelará a las autoridades, por ejemplo, si los ciudadanos perciben más corrupción en el sector público o en el privado. El dato es completamente irrelevante para todo efecto práctico. Cuando mucho, revelará la impresión predominante en un universo estadísticamente inútil.
El cuestionario también indagará si quienes contestan atribuyen la corrupción a la falta de valores, educación, controles o leyes. Podrían añadir otros factores, como la inmigración, la creciente influencia de Satán, el materialismo (no el histórico, sino el histérico) y un largo etcétera.
El peligro es que alguien se tome los resultados en serio para intentar transformarlos en política pública. Si se llegara a concluir que el problema se debe a la falta de educación y valores, la corrupción, pública o privada, saldría gananciosa. Si las escuelas y colegios son el frente de lucha, corremos el peligro de restar valor a la buena legislación, los organismos de control y la justa represión. La conclusión inversa tampoco sería especialmente útil. El sistema educativo tiene un papel importante en el desarrollo de una sociedad sana.
Como si todos no lo tuviéramos claro, el cuestionario preguntará por los tipos de corrupción más frecuentes. Los más frecuentes quizá no sean los más dañinos pero, hecha la salvedad, es difícil concebir la utilidad de la clasificación arrojada por los cuestionarios.
La corrupción se manifiesta de múltiples formas, en el ámbito público y en el privado. En ninguno tiene justificación, pero en ambos es demasiado frecuente. La diversidad de conductas corruptas esteriliza la idea de identificar unas cuantas para combatirlas. Por eso la ley se formula en términos genéricos.
En Costa Rica abundan las leyes para prevenir y castigar la corrupción, pero no se aplican. Campea la impunidad. Esa es una verdad respaldada por estadísticas sólidas. Busque el gobierno en los registros de condenas judiciales y podrá constatarlo, no importa cuál sea la percepción de quienes llenen el cuestionario, de la ciudadanía completa o de toda la humanidad. He ahí un dato de verdadera utilidad, aunque prescinda de la “participación ciudadana”.
El autor es director de La Nación.