Al comentar una serie de golpes de Estado, tanto exitosos como fallidos, escenificados en Europa entre 1799 y 1930, el hoy casi olvidado Curzio Malaparte no solo ponía énfasis en las causas de esos asaltos al poder y en las acciones que decidieron sus resultados, sino que también ahondaba en el hecho de que lo que a posteriori se declara importante o decisivo en su ejecución es a veces una adulteración propagandística o literaria de lo acontecido. Que, en La técnica del golpe de Estado (Ed. José Janés, 1958), el capítulo alusivo a Hitler lleve el título de Un dictador fracasado, no va en demérito del libro, escrito en 1931, antes de que el monstruo llegara al poder.
Ahora bien, el meollo de la tesis de Malaparte es la noción de que la toma del poder por vías extraelectorales se puede dar en los Estados democráticos sin darle tiempo a la colectividad para que reaccione ante lo que está ocurriendo. Desde luego, este no sería el caso de la América Latina nada democrática de aquella época, en la que lo normal era una permanente confabulación entre los grupos oligárquicos y los ejércitos: Malaparte se refería al acto mediante el cual un pequeño grupo de activistas, dotados no tanto de una fuerza armada como de conocimientos sobre el funcionamiento de la maquinaria básica del Estado, se apodera en pocas horas de las estructuras de Gobierno ya existentes; es decir, a un fulminante golpe de mano mediante el cual unos centenares de individuos asumen el control de todos los recursos de orden y gobernabilidad del Estado (ministerios, Policía, medios de información, centros financieros, líneas de comunicación y suministros, etc.).
Tras una relectura reciente, me preguntaba si el cocido lento golpista no será una forma sorda y “pura vida” del golpe de Estado inventada en Costa Rica. Al quedar bloqueada por la abolición del Ejército la opción hispánica del pronunciamiento (microondas del golpismo), se habría organizado, detrás de un falso monopartidismo de dos cabezas, el grupo que en cierto momento puso en marcha un plan para apoderarse paulatinamente de las instituciones claves del Estado (autoridad electoral, Parlamento, Poder Judicial, banca, sistema educativo, seguridad social, etc.). La pésima noticia es que, si fuera así, el proceso no está concluido y vendrá lo peor.