La muerte del mecánico Roberto Alvarado Morice en Pavas, a sangre fría, de cuatro balazos, por la espalda, pudo haber pasado inadvertida. Es tal la orgía de violencia e inseguridad que avasalla a nuestra sociedad, que hechos como estos se han vuelto frecuentes. ¡Cruda realidad!
Pero las características del caso --morir a manos de una persona indignada, supuestamente, porque el mecánico instaló un incómodo taller en una zona residencial-- tienen pocos precedentes. ¿Cuántas muertes se producirían a diario en nuestro país si todos los ciudadanos reaccionaran como lo hizo el ahora imputado Letchman?
Dejemos de lado ese punto crítico de las causas del incidente, que se dirimirán --esperamos-- en la instancia judicial, y vayamos a un elemento no menos controversial: la vertiginosa resolución del juez de turno, quien en horas de la madrugada del miércoles liberó al supuesto homicida.
Como si mantener al imputado en los calabozos judiciales fuese una brasa, el juez Alberto Porras Porras lo dejó ir. Vendrán muchas explicaciones del porqué se liberó al supuesto homicida. Lo que a la opinión pública no le resulta del todo congruente --en este caso-- es la razón de tal lenidad a escasas horas de cometido un acto tan brutal como el asesinato del mecánico Alvarado.
Insinuar, como lo hace el juez Porras en un vago comunicado,que la liberación del acusado no podía descansar en elementos periodístico-policiales nos parece un argumento pobre e ingenuo. La magnitud del acontecimiento generó, pese a la frialdad con que ya se perciben algunos de estos hechos en el país, una conmoción particular. ¿Por qué ignorarla?
Bienvenida, entonces, la indagación administrativa interna en la Corte sobre una decisión que, desafortunadamente, hace reverberar en el recuerdo de los costarricenses el caso de Di Leoni, otro homicida fácilmente liberado.