La Asamblea Legislativa aprueba un voto de censura en contra del ministro de Seguridad, Juan Diego Castro. Ni más ni menos que el diablo repartiendo escapularios, porque en Costa Rica, a razón de censurar a cuanto funcionario e institución se lo merece, difícilmente quedaría santo con cabeza.
Sin embargo, el primer poder de la República se tomó todo el trabajo de llevar adelante la sanción, movido por intereses muy diferentes a un genuino deseo de protesta y de sentar un precedente correctivo. La prueba es que el presidente del Congreso, don Antonio Alvarez, tuvo que recurrir a un truco legislativo (amenazar a los diputados con tocarles el receso en que se hallan) para lograr el quórum y poder votar la propuesta.
De toda suerte, a quién le preocupa que censuren a un ministro en un país en que eso pasa y nada pasa. Ante hechos similares, en naciones donde sí es efectiva la sanción moral y los representantes populares reflejan realmente los intereses ciudadanos, es muy probable que no solo se caiga el ministro sino que se estremezca todo el gobierno.
En Costa Rica un voto de censura de la Asamblea Legislativa es como usar corsé, que lo desafíen a uno a duelo o que lo asusten con el coco. En otras palabras, es un verdadero anacronismo.
Quizá habría sido más efectivo que Alvarez y compañeros castigaran a Castro con alguna de las siguientes medidas:
1) No dejarlo comerse ni un tamalito esta Navidad.
2) Esconderle los casetes Nintendo de Mortal Kombat.
3) Rebajarle las horas que anduvo desfilando por San José.
4) Negarle la entrada a los toros de Zapote.
5) Impedir que le dediquen alguna etapa de la ciclística.
6) No darle vacaciones para que vaya a la playa en febrero.
7) Negarle la entrada al palco del estadio Saprissa.
8) Prohibir que lo sigan mencionando en La Patada.