Si el licenciado Juan Diego Castro fuera hoy únicamente el fogoso abogado penalista que hasta mayo de 1994 había sido, podría tomarse cualquier licencia para llamar la atención, alterar ánimos, confundir antagonistas y descargar culpas en otros. Todos estos recursos funcionan para ganar pleitos.
Pero lo que don Juan Diego debe entender es que como Ministro --y de Seguridad-- ya estas triquiñuelas no se valen. En su cargo la seriedad debe ser la norma y la sobriedad el estilo.
Todo esto dista mucho de sus acciones recientes. Y todavía más de las palabras que ha utilizado para referirse a los diputados. Al simplista intento de depositar en ellos todos los males de nuestra seguridad ciudadana, el Ministro arremetió en su contra el lunes en el programa Aló Pueblo, donde se quejó, con obvias referencias a Cuesta de Moras, del "ejército de politiqueros y de los vividores de la política y el ejército de los narcotraficantes y de los grandes delincuentes". Al día siguiente ofreció disculpas por su virtual sitio de la Asamblea. ¿Pero dónde está el mea culpa por sus exabruptos verbales? ¿Tan poca importancia le da el Ministro a sus propias palabras?
Don Juan Diego ha dado en el pasado algunas muestras de real interés por la seguridad, pero su litigosa personalidad se empeña en traicionarlo y él se empeña en dejarse controlar por ella, al punto de haberse convertido en hábito. Un problema tan esencial como este es mayor que un simple asunto de prioridades o políticas. Y a estas alturas no parece ser posible solucionarlo cambiando estas, sino a la persona que se ha negado a cambiar.