Esta semana, Sarajevo volvió a ser una; esta semana, Bosnia-Herzegovina comenzó a ser una, pero dividida en dos.
Según los Acuerdos de Dayton, la paz está retornando lentamente a la desgarrada república, otrora parte de Yugoslavia. Ciertamente ya no nos atormentan esas escenas diarias de violencia fratricida, desbocada y sin escrúpulos, mas todavía es muy temprano para celebrar la paz.
Porque --y aunque parezca una expresión trillada-- la ausencia de bombardeos y francotiradores no puede interpretarse como advenimiento de esa condición, la cual debe cimentarse en la reconciliación y la justicia. Estas son necesarias si de veras queremos ver una Bosnia-Herzegovina pacificada.
La reunificación de la capital, de acuerdo con el espíritu de Dayton, debía alcanzarse preservando el carácter multiétnico que --hasta antes del estallido de las hostilidades, en 1992-- tuvo la ciudad. La realidad, empero, ha dictado otra cosa. Solo un uno por ciento de los serbios, del veinte por ciento que antes vivió allí, se quedó. El resto abandonó Sarajevo, temeroso de represalias (con fundamento, pues se han dado), no sin antes quemar y destruir todo lo que pudo.
El país, dividido en dos entidades autónomas, reproduce el desgarramiento étnico-político que originó el conflicto. ¿Qué le ocurriría a un musulmán que intentara entrar en la República Serbia, o a un serbio que hiciera lo propio en la Federación Croata-Musulmana?
Demasiado pronto para hablar de paz. Habrá que dar tiempo para la reconciliación, para la justicia, para el apaciguamiento de los odios.
En tanto no se logre franquear esa frontera de 1.030 kilómetros que separa aquellas unidades, tendremos que lamentar el triunfo, en Bosnia, de la intolerancia.