En Brasil, un club de fútbol contrató a un jugador sentenciado a 22 años de prisión por haber asesinado a la esposa. El tipo andaba libre, sus abogados lograron que el tribunal lo sacara de la cárcel, en la que estuvo menos de tres años, mientras analiza una apelación que nunca termina de resolver.
Como la justicia en Brasil es lenta de verdad, pronto veremos el espectáculo de un asesino confeso jugando en las canchas. Y, lo peor, al público celebrando sus actuaciones, sin objeción moral, a sabiendas de la catadura del personaje. Por el momento, circulan fotos del tipo sonriente celebrando su contratación junto con los dirigentes del club.
El equipo de fútbol se defiende diciendo que hacen “obra social” y que ayudan a su rehabilitación. Ni una palabra en recuerdo a la víctima, al feminicidio, a la tortura a la que Bruno (así se llama el futbolista) y sus compinches sometieron a la mujer. El tema, según el club, es “hacer justicia ayudando a un ser humano” ( Facebook del Boa Esporte Club, 12 de marzo del 2017). Supongo que la víctima no califica como humano.
Este episodio da para muchas lecturas. Una, terrible, es que si un victimario es famoso y tiene abogados capaces de enredar el pleito, puede salirse con la suya. Otra, no menos terrible, es la amoralidad de la civilización del espectáculo en la que cualquier cosa vale con tal de lograr notoriedad. “Que hablen mal de mí, pero que hablen”, pareciera ser la consigna, en este caso, del club que contrata a un famoso deportista. Finalmente, una impunidad así refleja la bancarrota legal y moral de un sistema de justicia; cuando ello ocurre, una sociedad erosiona las bases institucionales para la convivencia social civilizada.
Me impresiona el segundo argumento del club para contratar al asesino: no fuimos nosotros los que lo liberamos. Estamos avisados: si hay culpa, esta es de otro. Una postura, por cierto, muy empleada por muchos en otros ámbitos de la vida social. Todos hemos escuchado a personas defender actuaciones moralmente reprobables: “Nosotros no inventamos las reglas, solo las aplicamos”. Se autoexculpan negándose a asumir responsabilidad por lo hecho.
Ojalá nunca tengamos un caso como el de este futbolista en Costa Rica. Lo cierto, sin embargo, es que el drama del feminicidio tiene raíz aquí también, así como la tentación de justificar lo injustificable y su corolario: eso de que la culpa no es mía.