Nada hay más fascinante en este mundo que las cosas del otro mundo, y una de ellas son los cementerios de colores con tumbas que van desde el rosado niña al ultravioleta de discoteca, pasando desde luego por toda la gama del espectro tropical.
Vi uno por primera vez en Sololá, un pueblo guatemalteco esfondado en uno de los tantos pliegues montañosos que están cerca del imponente lago de Atitlán. Yo pasaba de largo por la carretera en un taxi de turismo, y de no haber sido cabalmente por su refulgencia, jamás hubiera podido descubrir ese cementerio.
Lo divisé sobre la falda de una loma justo en el instante en que una rafagada de viento entreabrió las ramas de los árboles como si fueran el telón de un teatro enseñando su coreografía. A ruego mío, el chofer se detuvo mientras me paseaba por las tumbas más exóticas.
Al verlas, llegué a la conclusión de que la gente de Sololá tiene un concepto de la muerte diferente al nuestro, pues en su afán de hacerla quizá menos tétrica y dolorosa, la colman de vida con tonalidades que más bien embullan el entorno funerario.
Todo entra por la vista y las tumbas de colores hacen que el recuerdo del desaparecido sea menos ingrato, tal vez porque esos pobladores imaginan que el cielo debe ser igual, pletórico de destellos fosforescentes. Por eso, esos colores no solo son un homenaje al muerto, sino un consuelo a los dolientes quienes quieren imaginar a sus seres queridos bajo la cromática llamarada de la gloria eterna.
Yo no sé todavía si cuando me muera voy a usar tumba, pues estoy dándole vuelta a la tentadora posibilidad de quedar reducido a un tazón de cenizas, pero si tuviera que usar una me gustaría que la pintaran de amarillo huevo con la supersticiosa esperanza de que ese color me dé buena suerte en el más allá. Nadie sabe.
En Costa Rica, donde las tumbas son demasiado fúnebres, no he visto una sola de color chillón, y va a ser muy difícil que la vea; a como está de sofis la actividad funeraria, muy pronto ni tumbas habrá debido a que hoy día la moda es instalarlo a uno bajo una capa de zacate peinado para hacerlo sentir más terrenalmente en onda.
Pero los cementerios totalmente blancos son la muerte. De noche parecen huertas sembradas de fantasmas inmóviles y cabizbajos, mientras que de día, cuando pasa por enfrente y los ve, parecen un desgarrador paréntesis metafísico que lo desconcentra y saca a uno de lo cotidiano.
Me contaba el otro día un panteonero de por aquí cerca, que es frecuente ver a familiares sepultar a sus muertos con toda clase de comidas, alhajas y recuerdos. El día que me lo contó fui testigo de algo parecido al asistir al funeral de un amigo mío quien, a petición suya, fue enterrado al ritmo epiléptico y bullente de Los Tigres del Norte.
Pareciera entonces que, en el caso de las tumbas, el hábito tampoco hace al monje, pues aunque a alguien lo entierren en una de color gris, lo más probable es que el color que aquella alma lleve por dentro sea más bien el del refuego y la alegría.