El gran dilema existencial del ser humano en este momento es, o morir de infarto para tener el privilegio de gozar de la mejor de las muertes, o luchar a muerte contra la muerte para no morir de infarto.
Aunque en ambos casos siempre se va a morir, conviene establecer una importante diferencia: el infarto es tan providencialmente fulminante que la víctima jamás se entera de que se murió. En cambio, otras enfermedades suelen ser tan largas y penosamente sufridas que la persona es consciente de que se está muriendo a cuenta gotas.
Morir de infarto tiene cuatro ventajas inobjetables: es rápido; aquí la muerte no se anda con miramientos ni rodeos. Un solo rejazo y estamos al otro lado de la cerca metafísica tirándole al arpa. En consecuencia, es también barato al no requerir ningún tipo de tratamiento, hospitalización ni medicinas.
Luego, es silencioso; transcurre solapadamente, sin síntomas. La persona se siente bien, canta en el baño, silba en el carro, cuerdea a las muchachas, nada le duele y jura que el organismo le funciona como un reloj suizo.
Finalmente, es la muerte más sabrosa porque para llegar a ella generalmente ha habido que pasar la vida comiendo rico; que empanadas de queso, que sopas de natilla, que chicharrones en su pelo, que pizzas de tocino y peperoni, que huevitos a la ranchera, que mondongo a la deriva...
Y esa peculiaridad es la que ha hecho precisamente del infarto una especie de suicidio a la carta con un espléndido menú para morir comiendo o comer muriendo --el cliente escoge--, y tan sabrosamente como tragar se pueda. ¡Qué más se le puede pedir a la muerte!
Por eso, el que el infarto sea la primera causa de muerte en el mundo tiene mucho sentido, pues puede deberse a que la gente, consciente de sus enormes ventajas, se ha propuesto acogerse a ellas, o a que por accidente el infarto la honra con un deceso de lujo, parecido al de los pajaritos.
Traigo de nuevo este asunto a colación porque acabo de oír a unos especialistas del corazón recomendar a las personas cosas tan sanas como empezar, ojalá desde la niñez, una dieta sin excesos de frituras, confituras y demás ricuras. O, si ya es tarde, un cambio en el estilo de vida para prevenir o disminuir el riesgo.
No obstante, cuando descubro que tengo medio siglo de comer fritangas de todo color y espesor, galonadas de leche y natilla, ollas de carne a medianoche con torta chilena bajo capas de grueso lustre, bolsas enteras de papas tostadas y cuanto antojo existe en este mundo, me doy cuenta de que más bien estoy entre los candidateables a pegarme el premio mayor de todas las muertes.
De ahí que a estas alturas de la vida no sé si entrar en la era del zapallito tierno con berenjena al vapor, o seguir el infartable camino del vénganos en tu reino. Por lo pronto, y mientras me decido, he aquí el menú Al Grano para esta Semana Santa: "pinto" con fondo de tocino y topping de natilla acompañado de omelette de sardina en encurtido. Y de postre, queque relleno de manjar-blanco recubierto de crema pastelera con almendras y pelotas de chocolate.
¡Un plato de morirse!