Toda vida humana es preciosa, pero la de Gerardo Cruz Barquero tiene un valor especial. Denunció, con pruebas fehacientes, el acoso sufrido por una joven en pleno centro de la capital. Un sujeto siguió a la mujer, filmándole las piernas con un teléfono inteligente, portado con disimulo a la altura de la cadera. Gerardo lo vio y decidió, a la vez, grabar la escena.
El joven no se limitó a recopilar la prueba. Cuando la tuvo lista, advirtió a la muchacha y le sugirió llamar a la Policía. Luego, increpó al sujeto, enfrentándolo con valentía. Se rehusó a ser indiferente. Esos son los ciudadanos indispensables. Lamentablemente, también son excepcionales.
El acosador siguió su camino y se perdió entre la multitud. Insatisfecho con el desenlace, Gerardo publicó las pruebas del incidente en las redes sociales. Con eso contribuyó a ampliar el entendimiento de un grave problema social. El lunes, la grabación del incidente, hecha el día anterior, ya circulaba profusamente en la Internet.
Por coincidencia, ese mismo día La Nación informaba de las 7.000 denuncias anuales por acoso sexual callejero. El número es alarmante, pero dista de reflejar la realidad. Infinidad de incidentes no son denunciados. El temor, la falta de confianza en los resultados del procedimiento judicial y muchos otros factores explican la decisión de abstenerse de plantear la queja.
La noche del miércoles, Gerardo fue internado en el hospital Calderón Guardia, con heridas de gravedad y pronóstico reservado. Fue apuñalado en la vía pública, cuando se dirigía a conceder una entrevista solicitada por un medio de comunicación. Su conducta ejemplar había llamado la atención de la prensa.
La Policía no cree en el robo como motivo del ataque, porque a Gerardo no le sustrajeron sus pertenencias, pero tampoco tiene pruebas para vincular el atentado con la denuncia de acoso callejero. El esclarecimiento del caso merece una altísima prioridad.
Las mujeres tienen derecho a trasladarse en completa libertad, a resguardo de abusos y agresiones. Todos tenemos, también, el derecho y el deber de denunciar conductas inadmisibles, sin temor a represalias. La investigación debe dejarlo bien asentado, sea descartando la hipótesis de una venganza, sea identificando a sus responsables.
De cualquier forma, el país merece una explicación y el agresor, un castigo. Bastante tenemos ya con la impunidad de los acosadores callejeros como para extenderla a los homicidas.