¿Cuándo fue que esta sociedad perdió el optimismo? ¿En qué momento y, contrario al tango ese, “el olvido que todo destruye mató mi vieja ilusión”? Sé que la interrogante está sesgada –¿Por qué Varguitas presupone que perdimos el optimismo?–, pero no es arbitraria.
Desde hace tiempo, los estudios de opinión pública indican que las mayorías han perdido orgullo de vivir en el país y creen que nuestra sociedad anda en malos pasos. Para decirlo técnicamente: vivimos en un estado de “agüevazón pesimistoide”.
La poca información disponible sugiere que la nuestra era una sociedad marcadamente optimista en los años setenta del siglo pasado. Fíjense si lo era que, según una encuesta hecha en 1978 en el área metropolitana, la mayoría de las personas consideraban que el sistema político era “honesto” y casi la mitad confiaba en el Gobierno “siempre” o la “mayor parte del tiempo”.
Agrego unas perlas más, solo para regodearme de la santa ingenuidad: dos terceras partes creían que el Gobierno favorecía “a todos por igual” o a la “clase media”; la mayoría decía que los partidos ejercían una función benéfica para la ciudadanía y apenas una cuarta parte de la gente pensaba que el Gobierno no prestaba atención a las personas (Universidad de Vanderbilt, Proyecto de Opinión Pública de América Latina ). ¿Qué fumaban?
La crisis económica de los ochenta fue, para ponerlo así, el fin de la inocencia. ¿Resquebrajó también la confianza? No estoy seguro: nunca como en esos años esta sociedad confió tanto en su sistema político e institucional. Quizá algo se quebró, pero la gente dio una nueva oportunidad.
Pareciera, más bien, que las cochinas dudas nos embargaron en la época del cambio de milenio. Paradójicamente, la era de la transformación productiva, de la urbanización acelerada, el bipartidismo y la mejora en las condiciones de vida de la población.
¿Por qué así, si ya no había crisis? Buena pregunta: imagino que una modernización selectiva acompañada por el estancamiento en los ingresos de la mayoría de la gente algo tuvo que ver. Supongo que la implosión del sistema de partidos y el espectáculo de expresidentes en la cholpa o huyendo, también afectó.
Lo peor de la pérdida colectiva de optimismo es el estado de depresión social, que, como toda depresión, conduce al sufriente como por un túnel sin salida, la creatividad se apaga, pues todo queda bajo dudas, incluida la confianza en las propias capacidades de salir de ese estado. Así, creo, transitamos la segunda década de este siglo XXI.
(*)Jorge Vargas Cullell es gestor de investigación y colabora como investigador en las áreas de democracia y sistemas políticos. Es Ph.D. en Ciencias Políticas y máster en Resolución alternativa de conflictos por la Universidad de Notre Dame (EE. UU.) y licenciado en Sociología por la Universidad de Costa Rica.