Arribaron colmados de ovaciones. Hoy, casi tres años después, las tropas extranjeras que supuestamente vinieron a rescatar la democracia de Haití son blanco de ataques y motivo de escarnio entre la población local. "Imperialismo" y "colonialismo", además de insultos alusivos a los pálidos rostros de los oficiales foráneos, plagan el discurso del polarizado universo isleño. La ONU acaba de prolongar dicha presencia armada, denunciada acerbamente por el ex presidente Jean-Bertrand Aristide, causa y principal beneficiario de la polémica invasión.
El irónico giro era previsible. Aristide nunca ha sido un demócrata convencido y los hechos que aceleraron su derrocamiento por el ejército lo demostraron fehacientemente. Al fin de cuentas, incitar a las turbas a irrumpir en el Congreso para agredir físicamente a los diputados opositores, o instigarlas a liquidar a los "ricos", no suelen figurar en el manual de prácticas que llamaríamos democráticas.
No obstante, ayunos de visión y ante la urgencia de complacer a los dirigentes afroamericanos en vísperas de las elecciones de medio período, los estrategas de la aún novel administración estadounidense se precipitaron. No solo proclamaron al inestable ex sacerdote el Lincoln antillano sino que despacharon los marines a reinstalarlo. A la postre, el impacto publicitario de la tragedia de los refugiados isleños resultó más efectivo que los gemidos de Aristide para animar a la Casa Blanca a hacer algo en Haití. Tal fue la génesis de la acción bélica en setiembre de 1994 .
Desde luego, la portentosa intervención requería ser rápida e incruenta. Por ello, a pesar de la lastimosa condición del ejército haitiano, un elenco de alto nivel encabezado por Jimmy Carter precedió a la poderosa flota cercana a la isla. Su encargo era convencer a los capos de la mafia gobernante de marcharse a un exilio dorado --literalmente hablando-- con el objeto de convertir el desembarco en una plácida excursión, como en efecto sucedió. Al final, los pacifistas profesionales del hemisferio aplaudieron la demostración de fuerza y los líderes afroamericanos quedaron extasiados. En cuanto a instaurar la democracia, esa era otra historia.
Aristide regresó a Haití en octubre de 1994, al cabo de tres años de exilio y un mes después de la invasión. Bajo la mirada inquisitiva de sus benefactores y rodeado de una guardia pretoriana de 26.000 efectivos norteamericanos, el antiguo teólogo de la liberación hizo el esfuerzo supremo de mantener la boca cerrada. Sin embargo, llegado el momento de entregar la Presidencia a su sucesor libremente elegido, René Préval, en febrero de 1996, el verdadero Aristide resurgió.
Los soldados estadounidenses fueron sustituidos posteriormente por un contingente multinacional reducido. Ahora, el vuelco al pasado está casi completo. Aristide retomó su conocida demagogia antiyanqui, apuntando a transformarse en un déspota no muy diferente del tenebroso Papa Doc Duvalier. La endeble policía no osa enfrentarse a las bandas criminales fuertemente armadas que actúan sin freno. De cara a los excesos de los delincuentes, en vez de arrestos y juicios, los encargados del orden prefieren el método más expedito de las ejecuciones sumarias. A su vez, la mal concebida cooperación económica fomenta la corrupción y agrava la miseria.
Tras la fatídica satrapía de los Duvalier, la nación isleña exigía una genuina construcción democrática. La realización de elecciones era un elemento indispensable pero no una panacea porque la democracia no se agota en las urnas. Debe haber todo un trasfondo fundamental de educación, valores, leyes, consensos cívicos, instituciones permanentes y una cultura política que haga de los comicios un ejercicio significativo y legítimo. En Haití falta ese crucial trecho. Por desgracia, la comunidad internacional generalmente ha tendido a enfatizar el ángulo más colorido --y fácil para las cámaras-- del pluralismo representativo en detrimento de sus bases, equívoco reiterado en aquel país caribeño.
El error de concentrar todos los esfuerzos en los procesos electorales, en menoscabo de tareas previas y fundamentales del desarrollo democrático, imperativas en Haití, quedó patente en los comicios de abril último para renovar un tercio del Senado y centenares de municipios. El desencanto de la ciudadanía derivó en un nivel alarmante --95 por ciento-- de abstención.
Al exiguo número de votantes se sumaron las irregularidades, incluyendo los "chorreos", signo inconfundible del subdesarrollo político. Solamente el ganador espurio, el grupo Lavalas de Aristide que perpetró los fraudes, sigue anuente a participar en una segunda ronda, todavía en veremos. Peor aún, Aristide ya cuenta en sus brigadas de choque con ex oficiales del impopular ejército que otrora lo tumbó. Un peligroso coctel a la vista.
El Consejo de Seguridad de la ONU recientemente prorrogó por cuatro meses el despliegue multinacional en Haití. El organismo, a instancias de Préval y apoyado por Estados Unidos, adujo la urgencia de entrenar a la policía local, como si eso fuera posible en tan corto tiempo o la tarea demandara un nutrido contingente militar.
Tras miles de millones de dólares desperdiciados en una ocupación armada estéril, el hilván de la precaria situación haitiana amenaza romperse ante una dinámica interna ayuna de pluralismo y dominada por la violencia. Haití, obviamente, no requería de soldados foráneos sino de administradores, economistas, técnicos en salud pública, politólogos y trabajadores sociales, de una invasión de especialistas civiles que ayudaran a afinar las costuras de la democracia. Eso no ocurrió y hoy, como bien señala Georges Fauriol, del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales, en Washington, "la naciente y frágil democracia haitiana se dirige hacia un descarrilamiento mayúsculo."