Cada vez que la cuestión ambiental aflora en alguna de sus dimensiones –proyectos de ley, propuestas empresariales, decretos etc. – se abre la caja de Pandora. En la acera de enfrente, se anuncian, por el contrario, la caja de la felicidad y el maná de la riqueza. Entre estos dos extremos –el radicalismo o el lucro a toda costa– nos debatimos.
Conviene, por ello, poner oído atento a los que saben y no abjuran de la sensatez. Pero ¿dónde están esos justos, libres de los miasmas de la ideología, del lucro a toda costa, de la corrupción, de los prejuicios y de las falacias, para atender, sobre todo, al bien común? Claro que los hay. No siempre están a mitad del escenario, pero por ellos hablan sus hechos y sus limpias palabras. Echemos mano del discernimiento y del sentido de lo razonable para seguirlos y así los otros no nos metan diez con hueco ni gato por liebre, pues la maraña de intereses, conceptos y decisiones en esta materia tan sensible es descomunal, lo que ha dado lugar a un enclochamiento (a la tica) deshonroso.
No reparemos, sin embargo, solo en las cumbres de las ideas o de los intereses. Descendamos a la llanura. Vayamos a la prosa cotidiana cotejada con la poesía que recitamos en casa y en el exterior. En otras palabras, coloquemos frente a frente el lirismo bucólico, ecológico y turístico de la paz con la naturaleza, la Costa Rica de nuestros abuelos, las playas anchurosas y paradisíacas y el verdor de nuestras montañas, ante el espejo de la cruda realidad: la suciedad ambiental y la basura omnipresente, que invaden todos los resquicios urbanos; la incapacidad municipal para recoger la basura, la contaminación vehicular, los ríos y aun acequias convertidos en enormes cloacas, a cielo (¿infierno?) abierto, producto todo de una (in)cultura avasalladora.
Lo dicho es el retrato diario, de donde surge una pregunta incómoda: ¿por qué los más orondos y preclaros personajes y grupos ambientalistas dejan de lado estas inclemencias diarias, que atentan contra el derecho a la salud y la vida? Sigan el ejemplo de quienes combinan la defensa de la naturaleza, en el marco de la ley y del buen juicio, con la preocupación por lo cotidiano, lo urbano, lo municipal, que es el pan cotidiano de nuestras poblaciones.
Este pecado intelectual y moral de predicar una cosa y hacer otra se llama incoherencia. Otros lo llaman hipocresía, como, por ejemplo, denunciar quejumbrosamente la contaminación ambiental en la Asamblea Legislativa y, al mismo tiempo, proponer el retorno a la corrupción del pasado: encargar la revisión técnica a los talleres. La estrategia del doble discurso y del clientelismo, causa de buena parte de nuestros males.