Estas noticias de la mayor entidad y repercusión no merecen la atención nacional, como otras de orden económico o material. Esta indiferencia agrava la enfermedad.
Las razones de este abismo educativo radican, según el editorial, en las condiciones de vida de los educandos y, en particular, de su entorno familiar y cultural; en la reducción de las jornadas y en el menosprecio de los educadores por las plazas existentes en la zona rural o los cantones pobres. Así, unos 37.000 docentes concursaron por las 5.500 plazas disponibles para el año entrante. Estos datos verifican una calamidad: la plétora de graduados en carreras ajenas al desarrollo científico y tecnológico actual, y la indiferencia de los educadores ante los problemas sociales. A estas desventuras se agrega la denuncia del exministro de Educación, Guillermo Vargas, sobre “la proliferación masiva, casi criminal' de graduación de educadores” y la endeble calidad de los graduados, que “ni siquiera manejan los elementos básicos”, pese a ser formados en nuestras universidades' ¡Terrible acusación que, por cierto, se escuchó por primera vez en la década de los sesentas, dada la disociación entre la Facultad de Ciencias y Letras, y la Facultad de Educación, esto es, entre el contenido y la forma, hoy pedagogismo.
¿Qué hacer, además de las quejumbres y las maldiciones de los apocalípticos? Entre muchas cosas, el aporte del voluntariado. Este periódico informó anteayer: “Voluntarios, profesionales guanacastecos (ingenieros, agrónomos, psicólogos y maestros) bajo el liderazgo de Gerardo Fuentes, misionero por nueve años en África, enseñan a leer y escribir en el precario Martina Bustos, en Liberia, a un grupo de madres, deseosas de aprender a leer, para ayudar a sus hijos en los estudios”. Todo un programa de acción.
¡Cuántos hombres y mujeres, pensionados o profesionales activos, clamamos sobre la justicia social y la desigualdad en Costa Rica, que, sin acción personal, se convierte en bla-bla-bla y paja!