En las últimas décadas, con el nombre de “seguridad”, la represión y prevención del delito común está ocupando el centro de la política. Esto es resultado de campañas demagógicas iniciadas en los años ochenta en los Estados Unidos, a impulso de fiscales que saltaban a la política en los estados, lo que se transfirió a la política federal, pues desde 1980 hasta Obama, los presidentes fueron exgobernadores de estados.
La famosa “tolerancia cero” es un slogan demagógico basado en la desopilante hipótesis de que quien comete una falta o delito leve termina convirtiéndose en un gánster (es cierto que muchos gánsteres comenzaron cometiendo delitos leves, pero no la inversa).
Nuestros comunicadores, ávidos de “rating”, y nuestros políticos mediáticos, hambrientos de votos, no hacen más que copiar esta demagogia vindicativa.
Las campañas electorales ni siquiera siempre muestran hechos reales. En Brasil, el colmo fue un periodista que los provocaba. Las policías corruptas también lo hacen: el Ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires acaba de denunciar que los policías mandaban niños a robar autos que luego registraban ilegalmente y cuando se desbarató el negocio, los mandó matar. El objetivo, es desestabilizar a los gobernantes que combaten la corrupción policial.
Una técnica de las campañas demagógicas que no falla es elegir algunas víctimas que facilitan la identificación y amplificar sus manifestaciones vindicativas movidas por el natural dolor de la pérdida. En criminología se conoce el fenómeno como “víctima héroe”. Es de particular crueldad, pues cuando la víctima héroe ya no les sirve, la descartan y la hacen desaparecer de la publicidad, sin importarles las consecuencias de la interrupción de la elaboración del duelo que le hayan provocado.
De acuerdo con esa estrategia, no importa si el delito en la realidad sube o baja, lo que interesa es la proyección pública por los medios y la saña en mostrar reiteradamente el homicidio del día, y si ese día no hubo, en repetir hasta el cansancio el del día o el de la semana anterior.
Tampoco importa si hay otras causas de muerte violenta más numerosas y por ende, más peligrosas: tránsito, suicidio, homicidios intrafamiliares, violencia doméstica, etc. Se instala en el imaginario que no hay otra amenaza que el delito común.
En casi todos nuestros países, los homicidios dolosos que predominan son entre conocidos, pero los únicos que se muestran son entre desconocidos. Igualmente, casi todos los homicidios son cometidos por adultos, pero se insiste en afirmar que los únicos homicidas son los adolescentes, para lo cual se publicitan hasta el cansancio los dos o tres homicidios cometidos por estos.
En consecuencia, los políticos prudentes y los jueces pasan a ser considerados como responsables del delito, encubridores de crímenes, obstaculizadores de las “sanas” policías que supuestamente se ven impedidas de proteger a las víctimas.
Los políticos se atemorizan y por miedo o por oportunismo asumen el discurso vindicativo, van haciendo caer las garantías que protegen al ciudadano de los abusos policiales y de la explotación mafiosa. Por su parte, los jueces pasan a ser indiferentes para evitar sanciones de los políticos atemorizados. La Policía se corrompe hasta límites increíbles, y los más inescrupulosos de los políticos comienzan a cobrar parte de las cajas ilícitas policiales. Asimismo, las Policías tienen injerencia en las elecciones internas de los partidos, comienzan los fusilamientos policiales, los ajustes de cuentas y los mil negocios de tráficos de toda índole. En una palabra, se emprende el camino para la destrucción de la legalidad, de la democracia y de la república.
Los políticos –oportunistas o amedrentados– comienzan así a sancionar leyes disparatadas que destruyen los códigos penales y acaban con el Estado de derecho. Se introduce toda clase de previsiones inquisitoriales, por lo general muy inmorales, como negociar con criminales, mandar funcionarios a delinquir, etc. Se aumenta la prisión preventiva, revientan las cárceles con motines sangrientos, mueren presos y funcionarios, se reproduce el delito, pero a nadie le importa mucho y los medios confirman con eso que los delincuentes son monstruos.
Poco importa que los políticos sean de derecha o de izquierda. Cuando tienen miedo o se vuelven oportunistas, las ideologías se dejan de lado.
Por lo general, el discurso vindicativo proviene de derechas irresponsables y muchas veces abiertamente extremistas o fascistas, pero las izquierdas, siempre combatidas bajo la imputación de desorden y caos, para neutralizar las críticas suelen redoblar la apuesta de las derechas filofascistas ensayando discursos aún más vindicativos.
Esta política “espectáculo” es “un viaje de ida”, pues es de muy difícil retorno: los resultados son catastróficos para la democracia en todos los países que la han emprendido y no han tenido otro efecto que el de reproducir y agravar la criminalidad.
Si se pretende neutralizar este cáncer de la democracia, no hay otro remedio que acudir al único método racional, que es la creación de un organismo nacional independiente de los intereses sectoriales en juego, capaz de monitorear técnicamente la criminalidad y la acción policial.
Así como nuestros países tienen un banco central o una oficina de estadística responsable, también deben tener un organismo autárquico capaz de investigar y diagnosticar la criminalidad y su control.
Es básico, pues nadie puede combatir y menos prevenir algo que no conoce y, la verdad, es que en todos los presupuestos de seguridad no se destina ni un centavo a la investigación de lo que se quiere prevenir.
Esto es un disparate tan grande como pretender prevenir enfermedades sin investigarlas; es obvio que el resultado sería una inversión presupuestaria sin sentido y las enfermedades se extenderían sin límite. Pues exactamente eso es lo que sucede con el delito.
Nadie conoce en nuestros países los perfiles de las víctimas por barrio o ciudad, por zonas, los riesgos de victimización, los momentos y circunstancias de riesgo mayor, los perfiles de victimario, las modalidades de victimización, los medios usados, la población en riesgo de criminalización o de victimización, etc.
Hay técnicas depuradas que permiten investigar todo esto y fundar la prevención científicamente y no a gusto y paladar de intereses sucios o políticos coyunturales. Pero nadie quiere usarlas, porque sería perder la ocasión de sacar partido del caos o de perder considerables réditos ilícitos.
A ello debe sumarse que a la televisión no le importa difundir medios comisivos, métodos criminales, uso de tóxicos, falsa seguridad de impunidad, etc., o sea, promocionar y reproducir el delito.
Nunca sabremos cuántos muertos produce esta información desordenada. Recientemente, en Austria se reveló que casi todos los asaltantes de bancos aprendieron el método por televisión.
La publicidad de secuestros convence a algunos delincuentes de la facilidad de este delito, con la consecuencia de intentar “secuestros bobos”, que son los más peligrosos para la vida de las víctimas.
Un exfuncionario de Sarkozy declaró hace un tiempo que no importa la realidad, sino la proyección pública. Lo penoso es que en la realidad hay cadáveres, pero que sólo importan si son útiles para obtener “rating” o votos. Mayor quiebra de la ética pública que debe primar en toda república es apenas imaginable. Vivimos un mundo bastante complejo.